Las 10 Leyes de los Limites

Imagínese por un momento que vive en otro planeta regido por principios diferentes. Suponga que en ese planeta no existe la gravedad ni se utiliza el dinero para las transacciones. La energía y el combustible se obtienen por ósmosis  y no del alimento y el agua. De pronto, sin previo aviso, usted se encuentra transportado a la Tierra.

Su nave espacial se cierne sobre la superficie; cuando despierta de su viaje, desciende y se da de bruces contra el suelo. «¡Ay!» exclama, sin saber con exactitud por qué se cayó. Cuando logra calmarse, decide pasear un poco por los alrededores, pero no puede volar, debido a este nuevo fenómeno llamado gravedad. Comienza entonces a caminar.

Al cabo de un rato, se siente (¡qué extraño!) hambriento y se­diento. Se pregunta por qué. De donde usted viene, el sistema galáctico rejuvenece los cuerpos automáticamente. Por fortuna, se encuentra con un terrícola que le diagnostica su problema y le dice que necesita alimento. Es más, le recomienda un lugar don­de comer, el parador de Jack.

Sigue sus indicaciones, entra al restaurante, y se las arregla para pedir algo de la comida de esta Tierra, que contiene todos los nutrientes que usted necesita. Enseguida se siente mejor. Pero entonces, el hombre que le sirvió la comida quiere «siete dó­lares» por lo que le dio. No tiene idea de lo que está hablando.

Después de una discusión bastante acalorada, llegan unos hombres uniformados y a usted lo detienen y lo encierran en una pe­queña habitación con rejas. ¿Qué caramba está sucediendo?, se pregunta.

No quiso hacerle daño a nadie. Sin embargo, está en «la cár­cel» de todas maneras. Perdió su libertad de movimiento y está resentido. Solo intentó dedicarse a lo suyo, pero ahora tiene una pierna entumecida, está fatigado de tanto caminar y tiene dolor de estómago de tanto comer. Lindo lugar esta Tierra.

¿Es esto una exageración? Las personas criadas en familias disfuncionales, o familias donde no se practican los límites orde­nados por Dios, tienen experiencias similares a las de este extra- terrestre. Se encuentran transportados a la vida adulta donde las relaciones y el bienestar físico y emocional se rigen por princi­pios espirituales que nunca aprendieron. Se lastiman, pasan hambre, y pueden acabar en la cárcel, pero desconocen los prin­cipios que los hubieran ayudado a vivir de acuerdo con la reali­dad y no en su contra. Por lo tanto, están presos de su propia ignorancia.

El mundo que Dios creó está regido por leyes y principios. Las realidades espirituales son tan ciertas como la gravedad, y aunque usted las desconozca, descubrirá sus efectos. Que no nos hayan enseñado estos principios de vida y de relación no sig­nifica que no nos gobiernen. Debemos conocer los principios que Dios ha puesto a la vida y vivir en conformidad con ellos. A continuación, damos diez leyes de los límites que usted puede aprender para comenzar a disfrutar la vida de manera diferente.

Primera ley: La siembra y la cosecha

La ley de causa y efecto es una ley básica de la vida. 

Si usted fuma, muy posiblemente desarrollará la tos seca del fumador, o incluso un cáncer de pulmón. Si gasta dinero de más, muy pro­bablemente recibirá llamadas de sus acreedores, y hasta puede llegar a pasar hambre por no tener dinero para los alimentos. Por otro lado, si come correctamente y hace ejercicio físico con regu­laridad, posiblemente no se resfriará muy a menudo ni tendrá muchos ataques de gripe. Si hace su presupuesto con pruden­cia, tendrá dinero para pagar las cuentas y para los comestibles.

En ocasiones, sin embargo, la gente no cosecha lo que siem­bra, porque alguien interviene y les cosecha las consecuencias por ellos. Si cada vez que usted gastó de más, su madre le envió dinero para cubrir los sobregiros o los abultados saldos de la tar­jeta de crédito, usted nunca cosechará las consecuencias de su despilfarro. Su madre lo estará protegiendo de las consecuen­cias: el acecho de los acreedores o el pasar hambre.

Como bien lo evidencia la madre en el ejemplo anterior, la ley de la siembra y la cosecha puede ser interrumpida. Y suelen ser las personas carentes de límites las que provocan la interrup­ción. Así como podemos interferir con la ley de gravedad, atra­pando un vaso en el aire, también es posible interferir con la ley de la siembra y la cosecha, interviniendo y socorriendo a los irres­ponsables. Rescatar a una persona para que no sufra las conse­cuencias naturales de su conducta, le permitirá continuar con su comportamiento irresponsable. La ley de la siembra y la cose­cha no se abolió. Todavía está en vigor. Sin embargo, el irrespon­sable no sufre las consecuencias; otra persona sí.

Hoy en día llamamos codependiente a la persona que conti­nuamente rescata a otra persona. Así es, las personas codependientes, sin límites, son «signatarios mancomunados de los pagarés» de la vida del irresponsable. Terminan por pagar las cuentas (física, emocional y espiritualmente) y el despilfarro se vuelve incontrolable y sin consecuencias. El irresponsable conti­núa siendo amado, mimado y tratado con amabilidad.

Establecer límites ayuda a las personas codependientes a de­jar de interrumpir la ley de la siembra y la cosecha en la vida de sus seres queridos. Los límites obligan a la persona que siembra a ser también la que cosecha.

No es suficiente enfrentar a la persona irresponsable. Los clientes me suelen decir: «Pero yo sí enfrento a Jack. Muchas ve­ces he intentado hacerle saber lo que pienso sobre su conducta y que precisa cambiar.» En realidad, mi cliente solo está fastidian­do a Jack. Este no sentirá la necesidad de cambiar porque su con­ducta no le causa ninguna molestia. Una persona irresponsable no siente dolor cuando es confrontada con sus actos; solo las conse­cuencias son dolorosos.

Si Jack es sensato, la confrontación pudiera hacerlo cambiar de conducta. Pero las personas atrapadas en patrones destructi­vos no suelen ser sensatas. Primero tienen que sufrir las conse­cuencias de sus actos antes de cambiar su comportamiento.

Las personas codependientes son objeto de insulto y dolor cuando enfrentan al irresponsable. En realidad, sería suficiente con tal que dejaran de interrumpir la ley de la siembra y la cosecha en las vidas ajenas.

Segunda ley: La responsabilidad

En varias oportunidades, cuando la gente escucha una charla so­bre los límites y la responsabilidad de sus propias vidas, dicen «Es tan egocéntrico. Deberíamos amamos unos a otros y negar­nos a nosotros mismos.» O se convierten, efectivamente, en egoístas y egocéntricas. O se sienten «culpables» cuando hacen un favor a alguien. 

La ley de la responsabilidad comprende el amarse mutua­mente. Cada vez que no amemos a los demás, no estamos asu­miendo la plena responsabilidad por nosotros mismos; hemos negado nuestro corazón.

Los problemas aparecen cuando los límites de responsabili­dad son confusos. Debemos amarnos unos a otros, no «ser» unos por otros. Yo no puedo sentir sus sentimientos por usted. No puedo pensar por usted. No puedo comportarme por usted. No puedo experimentar la decepción que los límites le produ­cen. En resumen, no puedo crecer por usted; solo usted puede hacerlo. Del mismo modo, usted no puede crecer por mí. Su responsabilidad es us­ted mismo. Mi responsabilidad soy yo mismo.

Debemos tratar a los demás como quisiéramos que nos trataran a nosotros. Si estamos margi­nados, desamparados y sin esperanza, no cabe duda que desea­ríamos recibir ayuda y amparo. Esto es una parte muy importan­te de tener responsabilidad «hacia» los demás.

Otro aspecto de la responsabilidad «hacia» los demás se manifiesta no en dar sino en fijar límites a la conducta destructiva e irresponsable de otra persona. No es bueno rescatar a las personas de las consecuencias de sus limites; solo conseguirá tener que volver a hacerlo la próxima vez. Habrá reforzado el patrón. Es el mismo principio que rige la crianza de los niños; es perjudicial no poner límites a los demás. Los conduce a la destrucción.

Tercera ley: El poder

limites, corregir, hijos¿Me es imposible dominar mi conducta? Si no puedo dominarla, ¿cómo se me hace responsable de mis actos? ¿Qué cosas sí puedo dominar?

Las personas deben admitir que moralmente son un fracaso. Los alcohólicos admi­ten que no pueden dominar el alcohol; no tienen el fruto del do­minio propio. No pueden controlar su adicción, como lo expre­só Pablo: «No entiendo lo que me pasa, pues no hago lo que quiero, sino lo que aborrezco… De hecho, no hago el bien que quiero, sino el mal que no quiero… pero me doy cuenta que en los miembros de mi cuerpo hay otra ley, que es la ley del pecado. Esta ley lucha contra la ley de mi mente, y me tiene cautivo». Esto es falta de domino. 

Si bien usted no tiene poder en sí y de sí mismo para vencer estos patrones de conducta, sí tiene poder para producir los fru­tos de la victoria en el futuro.

1. Tiene poder para estar de acuerdo con la verdad acerca de su problema. Confesar significa « estar de acuerdo». Al menos podemos decir: «Esto soy yo.» Quizá todavía no pueda cambiarlo, pero puede confesarlo.

2. Tiene poder para entregar su incapacidad. Siempre podemos solicitar ayuda y entregamos. Tenemos poder para humillarnos  Quizá no podamos sanarnos a nosotros mismos, pero podemos buscar ayuda.

3. Tiene poder para buscar a otros y pedirles que le revelen cada vez más qué cosas están comprendidas dentro de sus límites.

4. Tiene poder para humillarse y pedirle a otros ayuda para tratar las lesiones sufridas durante su desarrollo y las necesidades pendientes desde la niñez. Muchas partes problemáticas provienen de vacíos internos, y necesita buscar a otros para satisfacer esas necesidades.

5. Tiene poder para reconciliarse con quienes ha lastimado y reparar el daño. Es un paso previo para aceptar la responsabilidad de su vida y  responder ante quienes ha lastimado. 

La otra cara de la moneda: los límites contribuyen a definir las cosas sobre las que no tenemos dominio: ¡todo lo que esté fuera de los límites! 

No es posible cambiar ninguna otra cosa: ni el clima, ni el pasado, ni la economía: y mucho menos, a los demás. No se puede cambiar a otra persona. Se sufre más por querer cambiar a otros que de ninguna otra enfermedad. Esto es imposible.

Lo que puede hacer es influir en otros. Pero hay una trampa. Como no puede forzar el cambio, usted debe cambiar para que los patrones destructivos de ellos no tengan efecto sobre su per­sona. Cambie el trato con ellos; quizá los motive a abandonar sus viejos esquemas si ya no les resultan útiles.

Cuando se libera de otra persona, se da otra dinámica: usted recupera su salud y ellos lo pueden notar y envidiar lo saludable que está. Pueden querer algo de lo que usted tiene.

Por último, necesita sabiduría para saber qué usted es y qué no es. 

Cuarta ley: El respeto

Hay una palabra que se repite cuando la gente describe sus problemas con los límites: ellos. «Pero ellos no me aceptarán si digo que no.» «Pero ellos se enojarán si pongo límites.» «Pero ellos no me hablarán por una semana si les digo cómo me siento realmente.»

Nos atemoriza pensar que nuestros límites no serán respeta­dos. Nos enfocamos en los otros y perdemos lucidez sobre noso­tros. En ocasiones el problema es que juzgamos los límites aje­nos. Decimos o pensamos algo así:

¿Cómo pudo rehusarse a pasar y recogerme? ¡Si le queda de camino! Podría encontrar “un rato para él” en otro momento.

Qué egoísta no haber venido a la comida. Después de todo, todos estamos haciendo un sacrificio.

¿Por qué «no»? Solo necesito el dinero para un corto tiempo.

Me parece que después de todo lo que hago por ti, lo menos que podrías hacer es hacerme este pequeño favor.

Juzgamos las decisiones que los demás hacen sobre los límites  creyendo que nosotros sabemos mejor cómo «deberían» dar, lo que suele querer decir: «¡Deberían darme como yo quiero!»

Si juzgamos los límites ajenos, los nuestros serán juzgados con la misma vara. Si condenamos los límites ajenos  esperemos que condenen los nuestros. Esto genera un ciclo de temor que nos hace sentir miedo de poner los límites que necesitamos poner. Como resultado, accedemos, luego lo resentimos, y el «amor» que hemos «dado» se toma agrio.

Aquí entra en juego la ley del respeto. Como dijo Jesús: «Así que en todo traten ustedes a los demás tal y como quieren que ellos los traten a ustedes». Debemos respetar los límites ajenos. Necesitamos amar los límites ajenos para exigir respeto por los propios. Necesitamos tratar los límites ajenos como nos gustaría que los demás trataran a los nuestros.

Si amamos y respetamos a quienes nos dicen que no, ellos amarán y respetarán nuestro no. La libertad engendra libertad. 

Nuestra preocupación con respecto a los demás no debería ser: «¿Hacen lo que yo haría o lo que quiero que hagan?», sino: «¿Hacen una libre elección?» Cuando aceptamos la libertad de los demás, no nos enojamos, ni nos sentimos culpables, ni escatimamos el amor cuando nos ponen límites. Cuando aceptamos la libertad de los demás, nos sentimos mejor con la propia.

Quinta ley: La motivación

motivación, incentivarEsteban estaba confundido. Con mucha frecuencia sentía que nadie apreciaba «todo lo que estaba haciendo». Deseaba que la gente tuviera más consideración de su tiempo y su energía; siempre que alguien le pedía algo, él lo hacía. Pensaba que así expresaba su amor, y él quería ser una persona que amaba.

Finalmente, cuando la fatiga se transformó en depresión, me consultó.

Cuando le pregunté qué le pasaba, Esteban respondió que «amaba demasiado».

—¿Cómo puede “amar demasiado”? —le pregunté—. Nun­ca oí algo parecido.

—Ah, es muy simple —me contestó—. Hago muchísimo más por los demás que lo que debería. Y eso me hace sentir muy deprimido.

—No sé exactamente lo que está haciendo —le dije—, pero de ningún modo es amar. La Biblia dice que el verdadero amor es bendición y alegría. El amor produce felicidad, no depresión. Si amar le produce depresión, posiblemente no sea amor.

—¿Cómo puede decir eso? Hago tanto por todo el mundo. Doy y doy y doy. ¿Cómo puede decir que no estoy amando?

—Puedo decirlo porque veo el fruto de sus actos. Usted debe­ría sentirse feliz, no deprimido. ¿Por qué no me cuenta alguna de las cosas que hace por los demás?

Con el tiempo, Esteban aprendió que mucho de lo que «ha­cía» y lo que sacrificaba no era motivado por amor sino por te­mor. Esteban había aprendido en sus primeros años de vida que si no hacía lo que su madre quería, ella no lo amaría. Como resul­tado, Esteban aprendió a dar de mala gana. No daba por amor sino por temor a quedarse sin amor.

Esteban también temía la ira de los demás. Como su padre le gritaba con mucha frecuencia cuando era niño, aprendió a te­mer los enfrentamientos airados. Este temor le impedía decir que no a los demás. Las personas egocéntricas suelen enojarse cuando alguien les dice que no.

Esteban decía que sí por temor a quedarse sin amor y a que otros se enojaran con él. Estas y otras motivaciones equivocadas nos impiden fijar límites:

1. Temor a la pérdida del amor o al abandono. Las personas que dicen que sí y luego se arrepienten de haberlo dicho, temen perder el amor de otra persona. Es la motivación predominante en los mártires. Dan para recibir amor, y cuando no lo obtienen, se sienten abandonados.

2. Temor a la ira de los demás. Debido a viejas heridas y límites débiles, algunas personas no toleran que alguien se enoje con ellos.

3. Temor a la soledad. Algunas personas ceden ante los demás porque sienten que así «ganarán» su amor y terminarán con su soledad.

4. Temor a dejar de «ser bueno». Hemos sido creados para amar. Como resultado, cuando no amamos, nos sentimos desdichados  Muchas personas no pueden decir: «Te amo y no quiero hacer eso.» Les parece que esta afirmación no tiene sentido. Creen que amar significa decir siempre que sí.

5. La culpa. Muchas personas entregan todo de sí porque sienten culpa. Se esfuerzan por hacer bastantes cosas buenas para sobreponerse a la culpa interior y sentirse bien consigo. Como cuando dicen que no, se sienten mal, continúan esforzándose para sentirse bien.

6. Retribución. Muchas personas han recibido cosas acompañadas con mensajes de culpa. Por ejemplo, sus padres les han dicho cosas como: «Nunca tuve lo que tú tienes.» «Debería darte vergüenza todo lo que tienes.» Se sienten obligados a retribuir todo lo que han recibido.

7. Aprobación. Muchas se sienten todavía como niños que buscan la aprobación de sus padres. Por lo tanto, cuando alguien les pide algo, necesitan dárselo para que este padre simbólico se «quede bien contento».

8. Identificación extrema con la pérdida de otros. Muchas veces las personas no se han sobrepuesto plenamente a todas sus decepciones y derrotas, por lo que cuando su «no» priva a otro, «sienten» la tristeza de esa persona elevada a la enésima potencia  Como no soportan lastimar tanto a alguien, acceden.

El asunto es el siguiente: hemos sido llamados a ser libres, y esta libertad produce gratitud, un corazón rebosante, y amor a los demás. Dar abundantemente tiene mucha recompensa. Es verdaderamente más bienaventurado dar que recibir. Pero si dar no le trae alegría, es necesario examinar la ley de la motivación.

La ley de la motivación dice: Primero, libertad; segundo, servicio. 

Sexta ley: La evaluación

—Pero si le dijera que quiero hacer eso, ¿no se sentirá mal? —preguntó Jason—. Cuando Jason me contó que deseaba asumir responsabilidad de algunas tareas que su socio de negocios no estaba cumpliendo cabalmente, lo animé a que conversara con su socio.

—Por supuesto. Puede ser que se sienta mal —le dije, respondiendo a su pregunta—. Pero, ¿cuál es el problema?

—Bueno, no me gustaría lastimarlo —dijo Jason, mirándome como si esa razón fuera obvia.

—Estoy seguro que usted no querría lastimarlo —le dije—, pero, ¿qué tiene eso que ver con la decisión que usted debe tomar?

—Bueno, no podría tomar una decisión sin considerar sus sentimientos. Sería cruel.

—Estoy de acuerdo. Sería cruel. Pero, ¿cuándo se lo va a decir?

—Usted acaba de decir que decírselo lo lastimaría y que eso sería cruel —dijo Jason, perplejo.

—No, no dije eso —contesté—. Dije que decírselo sin considerar sus sentimientos sería cruel. Eso es muy distinto a no hacer lo que debe hacer.

—No veo cuál es la diferencia. De cualquier modo lo lastimaría.

—Pero no lo perjudicaría, y esa es la gran diferencia. Por el contrario, el dolor lo ayudaría.

—Ahora sí que no entiendo. ¿Cómo puede servir lastimarlo?

—Veamos, ¿alguna vez ha ido al dentista? —le pregunté.

—Claro.

—¿Le dolió cuando el dentista utilizó el taladro para arreglarle la caries?

—Sí.

—¿Lo perjudicó?

—No, me hizo sentir mejor.

—Lastimar y perjudicar son dos cosas distintas —le señalé—. ¿Le dolió comer el azúcar que le produjo la caries?

—No, me supo bien —dijo sonriendo porque ya comenzaba a entender.

—¿Lo perjudicó?

—Sí.

—Esa es la cuestión. Algunas cosas nos pueden lastimar pero no nos perjudican. Es más, hasta pueden hacemos bien. Y hay otras cosas que parecen buenas pero pueden ser muy perjudiciales.

Es necesario estimar las consecuencias de la puesta de límites y asumir la responsabilidad hacia la otra persona, pero esto no implica que evitemos fijar límites porque alguien reaccionará con dolor o enojo. Tener límites —en este caso, que Jason le diga que no a su socio— es darle sentido a la vida.

Jesús se refiere a esto como «la puerta estrecha». Siempre será más fácil pasar por «la puerta ancha que conduce a la destrucción  y seguir sin poner límites donde son necesarios. Pero el resultado será siempre el mismo: la destrucción. Solo una vida honrada y con sentido da buenos frutos. Decidirse a poner límites es difícil porque requiere decisión y enfrentamiento y a su vez, algún ser querido puede sentirse agraviado.

Necesitamos evaluar el dolor causado por nuestras decisiones y sentir empatía. Tomemos el caso de Sandy: esta optó por ir a esquiar con sus amigos en lugar de pasar las fiestas navideñas con su familia. Su madre se entristeció y desilusionó, pero esto no le afectó. La decisión de Sandy le causó tristeza, pero la tristeza no debería hacer cambiar de opinión a Sandy. Esta podría responder cariñosamente al dolor de su madre: «Mamá, yo también siento que no podamos pasar juntas. Ya te visitaré en el verano.»

Si la madre de Sandy respetara su libertad de elección, diría algo así: «Estoy muy desilusionada porque no vendrás para Navidad  pero espero que lo pases en grande.» Se haría cargo de su desilusión y respetaría la decisión de Sandy de pasar un tiempo con sus amigos.

Causamos dolor cuando elegimos lo que a otros no les gusta, pero también causamos dolor cuando enfrentamos a las personas cuando están equivocados. Pero si no manifestamos nuestro enojo con otra persona, el resentimiento y el odio pueden invadimos  Necesitamos ser sinceros con otros sobre cómo nos sentimos heridos. 

Como el hierro afila al hierro, necesitamos enfrentamiento y verdad de otros para crecer. A nadie le gusta oír cosas negativas sobre su persona. Pero, a la larga, pueden ser beneficiosas. La amonestación  de un amigo puede causarnos dolor, pero también puede ayudarnos.

Necesitamos evaluar el dolor que nuestro enfrentamiento ocasionara en otros. Necesitamos ver cómo ese dolor les ayudará y cómo puede ser lo mejor que podemos hacer por ellos y por la relación. Necesitamos evaluar el dolor positivamente.

Séptima ley: La proactividad

Cada acción provoca una reacción igual y contraria. 

Conocemos a muchos que después de años de ser pasivos y complacientes, de pronto explotan para sorpresa de todos. Cul­pamos a su consejero o a sus amistades.

En realidad, se han pasado años complaciendo y finalmente les explota toda el enojo acumulado. Esta fase reactiva en la crea­ción de límites es beneficiosa, en especial para las víctimas. Ne­cesitan salir de su estado de víctimas impotentes, resultado del abuso físico o sexual, o por manipulación y extorsión emocio­nal. Deberíamos aplaudir su emancipación.

Pero, ¿cuándo es suficiente? Las fases de reacción son necesa­rias pero no suficientes para el establecimiento de límites. Para un niño de dos años es crucial tirarle guisantes a su madre, pero se­guir haciéndolo hasta los cuarenta y tres años es demasiado. También es crucial que las víctimas de abuso sientan la rabia y el odio de ser impotentes, pero gritar por «los derechos de las vícti­mas» por el resto de sus vidas es quedarse en una «mentalidad de víctima».

Desde un punto de vista de las emociones, la posición reactiva trae ganancias decrecientes. Deben reaccionar para encontrar sus límites, pero una vez que los encuentren, no deben valerse. En algún mo­mento deberán reconciliarse con el género humano contra la que reaccionaron, y establecer lazos entre iguales, amando al prójimo como a sí mismo.

Es el comienzo del establecimiento de límites proactivos, en lugar de reactivos. Podrán ahora utilizar la libertad generada por la reacción para amar, disfrutar y servirse unos a otros. Las perso­nas proactivas manifiestan lo que aman, lo que desean, lo que pretenden, y las opiniones que sustentan. Son muy distintas de las personas que se conocen por lo que odian, lo que no les agra­da, por lo que se oponen, y por lo que nunca harán.

Mientras que las víctimas reactivas son conocidas principal­mente por sus actitudes «en contra de», las personas proactivas no reclaman sus derechos, los viven. El poder no se exige o se me­rece, se expresa. La máxima expresión del poder es el amor: la fa­cultad de reprimirlo, no de ejercerlo. Las personas proactivas son capaces de «amar al otro como a uno mismo». Se respetan mutuamente. Saben «morir a su yo» y no «devolver mal por mal». Han superado la actitud reactiva de la ley y pueden amar en lugar de reaccionar.

No intente alcanzar la libertad sin vivir el período y los senti­mientos reactivos. No es necesario poner esto en práctica, pero sí es necesario poder expresar los sentimientos. Es necesario practicar y ganar agresividad. Es necesario alejarse lo suficiente de las personas abusivas para cercar nuestra propiedad contra futuras invasiones. Luego, es necesario reconocer los tesoros que encontrará en su alma.

Pero no se quede ahí. Ser adultos espirituales es más que «en­contrarse a uno mismo». La etapa reactiva es solo una etapa, no una identidad. Es una condición necesaria, pero no suficiente.

Octava ley: La envidia

¿Qué tiene que ver la envidia con los límites? La envidia es po­siblemente una de nuestras emociones más viles. Fue el pecado de Satanás, resultado directo de la caída. La Biblia dice que deseó «ser como el Altísimo». Tuvo envidia de Dios. Posteriormente, ten­tó a Adán y Eva con la misma idea diciéndoles que ellos también serían como Dios. Satanás y nuestros primeros padres, Adán y Eva, no estaban satisfechos con lo que eran y con lo que legítima­mente podían ser. Deseaban lo que no tenían, y eso los destruyó.

La envidia define «el bien» como «lo que no poseo», y odia el bien que tiene. ¿Cuántas veces ha escuchado a alguien sutilmente disminuir los logros de los demás, de algún modo despojándolos de lo bueno que han logrado. Todos tenemos un componente de envidia en nuestra personalidad. Pero este pecado tiene un carác­ter muy destructivo porque garantiza que nunca obtendremos lo que deseamos y perpetúa la insaciabilidad y la insatisfacción.

No quiere decir que esté mal desear cosas que no tenemos. El pro­blema de la envidia es que dirige nuestra mirada a los demás, fue­ra de nuestros límites. Si nos concentramos en lo que otros tienen o han logrado, estamos descuidando nuestras responsabilidades y acabaremos con un corazón vacío. 

La envidia es un ciclo que se perpetúa automáticamente. Las personas sin límites se sienten vacías e insatisfechas. Observan el sentido de satisfacción en otros y sienten envidia. Deberían usar ese tiempo y esa energía en asumir la responsabilidad de sus li­mitaciones y hacer algo al respecto. La única salida es la acción. «No tienen porque no piden.»  No solo envidiamos las posesiones y los logros. Pode­mos envidiar el carácter de una persona y su personalidad, en lu­gar de cultivar nuestros dones. Considere las siguientes situaciones:

Una persona solitaria vive aislada y envidia las relaciones íntimas de los demás.

Una mujer soltera rehúye la vida social, y envidia los matrimonios y familias de sus amigas.

Una mujer de mediana edad siente que no progresa en su carrera y quiere dedicarse a algo que disfrute más; sin embargo, siempre tie­ne un «sí, pero… » Para explicar por qué no puede, está resentida y envidia a los que «sí lo hacen».

Una persona elige vivir con rectitud, pero siente resentimiento y en­vidia hacia «esos que sí se divierten».

Todas estas personas no reconocen sus propias conductas y se comparan con los demás, están estancadas y resentidas. Aprecie la diferencia entre esas afirmaciones y las siguientes:

Una persona solitaria reconoce su falta de relaciones y se pregunta a sí mismo y a Dios: «Me pregunto por qué siempre rehuyó la gente. Por lo menos, debería ir y hablar con un consejero sobre esto. Inclu­so si las situaciones sociales me atemorizan, podría buscar ayuda. Nadie debería vivir así. Llamaré a alguien.»

La mujer soltera se pregunta: «¿Por qué nadie me invita, o porque nadie quiere salir conmigo? ¿Qué estoy haciendo mal, o cómo me comunico, o dónde voy a encontrarme con gente? ¿Cómo puedo ser una persona más interesante? Podría unirme a un grupo de terapia y descubrir el porqué o podría suscribirme a un servicio de citas para encontrar personas con intereses similares a los míos.»

La mujer de mediana edad se pregunta: «¿Por qué soy tan reacia a hacer lo que me interesa? ¿Por qué me siento egoísta cuando quiero dejar mi trabajo para hacer algo que disfrute más? ¿A qué le tengo miedo? Si fuera verdaderamente sincera, debo admitir que quienes hacen lo que les gusta han tenido que arriesgarse y a veces trabajar y estudiar para cambiar de ocupación. Quizá solo es que yo no estoy dispuesta a hacer tanto.»

Estas personas se cuestionan a sí mismas en vez de envidiar a lo demás. La envidia debería ser siempre una señal para usted de que le falta algo. En ese momento, debería pedirle a Dios que lo ayude a comprender por lo que se resiente, por qué no tiene lo que envidia, y si verdaderamente lo desea. Pídale que le mues­tre lo que necesita hacer para conseguirlo, o para dejar de desearlo.

Novena ley: La actividad

Los seres humanos responden y son iniciadores. Muchas veces tenemos problemas de límites por falta de iniciativa: la facultad que Dios nos ha dado para impulsamos en la vida. Respondemos a las invitaciones y nos esforzamos en la vida.

Los mejores límites se forman cuando el niño ejerce presión naturalmente en el mundo y el mundo exterior le fija los límites. De esa manera, el niño agresivo aprende límites sin perder su es­píritu. Nuestro bienestar espiritual y emocional depende de te­ner este espíritu.

Considere el contraste de la parábola de los talentos. Tuvie­ron éxito los activos y emprendedores. Tomaron la iniciativa y se esforzaron. Perdió el pasivo e inactivo.

Es triste constatar que muchas personas pasivas no son inhe­rentemente maliciosas o malas. Pero el mal es una fuerza activa, y la pasividad puede convertirse en aliada del mal si no ejerce­mos presión en su contra. La pasividad nunca da resultados po­sitivos. Dios podrá igualar nuestro esfuerzo, pero nunca trabaja­rá por nosotros. Eso sería invadir nuestros límites. Desea que seamos emprendedores y activos, buscando y golpeando la puer­ta de la vida.

Para aprender hay que intentar, fracasar e intentar de nuevo. No da buen resultado quedarse sin intentar. Los límites desempeñan ese papel: definen y preservan nuestra propiedad, nuestra vida.

Me han dicho que cuando el pichón está por salir de su casca­rón, si alguien rompe el huevo para el pájaro, el pichón se mue­re. El pichón debe picotear el cascarón para salir al mundo. Este «ejercicio» emprendedor lo fortalece, permitiéndole sobrevivir en el mundo exterior. Si se le quita esa responsabilidad, se muere.

No debemos volvemos atrás pasivamente. Nuestros límites se crean siendo activos y enérgicos, cuando pedimos, busca­mos y golpeamos a la puerta.

Décima ley: La exposición

Un límite es un lindero. Define dónde comenzamos y dónde aca­bamos. Hemos discutido la necesidad de estos linderos. Hay un motivo que se destaca: no existimos en el vacío. Los límites nos definen en rela­ción con los demás.

Todo el concepto de límites se basa en el hecho de que existi­mos en relaciones. Por lo tanto, los límites se refieren a las rela­ciones y, en última instancia, al amor. De ahí la importancia de la ley de la exposición.

La ley de la exposición dice que en una relación nuestros lími­tes deben ser visibles y deben comunicarse a los demás en la rela­ción. Podemos tener problemas de límites debido a temores relacionales. Estamos acosados por temores: de culpa, de no ser queridos, de perder el amor, de perder los vínculos afectivos, de no ser apreciados, de que se enojen con nosotros, de ser conoci­dos, y otros más. Estos problemas relaciónales solo pueden solucionarse en una relación, porque ese es el contexto del pro­blema: la existencia espiritual.

Por causa de estos temores intentamos tener límites secretos. Nos distanciamos pasiva y calladamente de un ser querido en vez de expresar un no directo. Secretamente estamos resentidos, pero no le decimos que estamos enojados porque nos ha lastima­do. Muchas veces soportaremos el dolor en privado por la falta de responsabilidad de otro, en vez de decirle a esa persona cómo su comportamiento nos afecta a nosotros y a otros seres queri­dos; el saber esto podría ser positivo para el alma de esas perso­nas.

En otras situaciones, un cónyuge siempre estará de acuerdo con su compañero, sin demostrarle sus sentimientos u opiniones durante veinte años, y luego, de un día para otro, «ex­presará» sus límites al solicitar el divorcio. O los padres «ama­rán» a sus hijos al ceder una y otra vez durante años, sin poner lí­mites, y resentidos por el amor que expresan. Los hijos crecerán sin sentirse amados debido a la falta de sinceridad; sus padres confundidos pensarán: «Después de todo lo que hicimos.»

En estas circunstancias, la relación sufre debido a límites no explícitos. Es importante recordar que los límites existen y que nos afectarán, los expresemos o no. De la misma manera que el extraterrestre sufrió por no conocer las leyes de la Tierra, hemos de sufrir por no comunicar la realidad de nuestros límites. Si no verbalizamos nuestros límites y los exponemos directamente, los expresaremos indirectamente o a través de la manipulación.

Cuando nuestros límites están en la luz, o sea, son explícitos, nuestras personalidades comienzan a integrarse por primera vez. Se hacen «visibles» y se convierten en luz. Son transformados y cambiados. 

Una relación verdadera significa que yo estoy en la luz, así como mis límites y otras facetas difíciles de expresar. Este es el camino del amor verdadero: comunicar los límites explícitamente.