Cómo Lidiar con los Hijos en el Hogar

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¿Se niega su hijo a comer o a quedarse en la cama? Un pediatra propone aquí varios remedios.

Hace tiempo vino a verme, muy afligida, una mujer joven cuyo hijo de dos años no quería comer en el desayuno, me dijo, se entretenía una hora entera con una cucharada de cereal. El almuerzo y la cena eran también cosa de nunca acabar.

Como el pequeño estaba creciendo normalmente y se mostraba siempre activo, le propuse que redujera sus raciones y le diera 20 minutos para acabarse sus alimentos. Acto seguido debía retirarle el plato sin una palabra de aprobación ni de reproche. “Y no le permita tomar bocadillos entre comidas”, agregué, “hasta que el problema se haya solucionado». Una semana después me llamó para informarme que el chico ya estaba comiendo bien.

Aunque la mayoría de los problemas de conducta de los pequeños no se resuelven tan sencillamente como este, hay formas eficaces de hacerles frente. Aquí presento cinco de los problemas que he visto más a menudo en mis 40 años de práctica pediátrica, y las estrategias que he desarrollado para ayudar a los padres a superarlos.

Falta de apetito. Es esta tal vez la queja más común en referencia a criaturas de uno a tres años. Volvamos a los hábitos alimenticios.

Los padres se preocupan, en especial si el niño es pequeño para su edad. Es probable -pero no muy frecuente- que el niño sea chico porque coma poco. Más probable es que tenga poco apetito por ser chico, y que en su desarrollo esté siguiendo los pasos de uno de sus padres. Si el niño tiene energía y está creciendo a un ritmo normal, no hay motivo de aflicción.

En ocasiones, la falta de apetito obedece a que el pequeño consume demasiada leche. Un niño común y corriente que tenga un año de edad y pese alrededor de nueve kilos necesita entre 1000 y 1200 calorías diarias. Si ese niño toma diariamente un litro de leche entera, obtiene por ese medio 60 por: ciento de dichas calorías. Para que coma más alimentos sólidos, hay que reducirle la leche o, quizá, darle leche con bajo contenido de grasa.

No convierta la hora de comer en una letanía de ruegos, negociaciones, amenazas y chantajes. El hecho de que un niño no coma, jamás debe desaprobarse ni castigarse. Al igual que la madre mencionada al principio, recurra al médico para ver si hay un motivo grave. De no haberlo, tome medidas correctivas sin más comentarios.

Problemas a la hora de acostarse. A los pequeñines no les gusta irse a la cama si no están exhaustos. Sin embargo, este problema -insignificante en sí- puede llegar a agravarse. Algo así como un tercio de los padres a los que he atendido se quejan de que sus hijos presentan irregularidades relacionadas con el sueño: que se resisten a acostarse, que se despiertan por la noche o que se levantan. La constancia es aquí la clave del éxito. A los chicos les resultan indispensables las «rutinas», e importa mucho que la hora de dormir sea siempre la misma.

Numerosas criaturas atraviesas por una etapa en la que se levantan varias veces en la noche para pedir algo de beber, para ver si les permiten quedarse despiertos un rato más o para meterse en la cama de sus padres. Si usted actúa de inmediato y vuelve a acostar al niño sin decirle nada, las excursiones suelen acabar en un par de semanas. Quizá el chico llore un poco al principio, pero no tardará en conformarse.

Berrinches. ¿Hay acaso algún niño de dos años que no se haya tirado al piso de un supermercado y se haya puesto a pegar alaridos, manotear y patalear? No existe mejor recurso para abochornar a un padre de familia. ¡Y todo por una nadería! La mayoría de los niños comienzan a hacer rabietas a partir de los 18 meses de edad, poco más o menos. El problema se acentúa a los dos años y cede ya cerca de los tres.

Durante esta etapa los niños se van haciendo más y más autónomos. Siempre están probando cosas nuevas, con sus consiguientes triunfos y fracasos. El fracaso los disgusta, y del disgusto a la exasperación y la pataleta no hay más que un paso.

A veces reaccionan de modo emotivo ante los límites que les fijan sus padres, por razonables que sean aquellos. Los berrinches normales se distinguen de los anormales por su frecuencia y su intensidad. Si un chico se enrabieta a diario durante un lapso prolongado, quizá se deba a que en su casa se respira un ambiente tenso, por algún fallecimiento, por un divorcio, una mudanza…

Si los berrinches de su hijo son normales, no piense que el niño busca molestarlo a usted, y no quiera meterlo en razón. Apenas empiecen los gritos y pataleos, actúe con rapidez y serenidad, y en silencio, antes de montar en cólera. Si se encuentran en un lugar público, lleve a su hijo al sitio más tranquilo que tenga cerca, donde el estallido pueda apagarse. En casa, llévelo a su habitación, cierre la puerta y déjelo llorar hasta que se calme.

Las mentiras. Es frecuente que a un padre de familia se le vaya el alma a los pies la primera vez que comprende que su hijo ha deformado la verdad. Pero, más que un problema, se trata de algo que puede llegar a serlo si él no pone el buen ejemplo.

Los pequeños no saben bien dónde termina la realidad y dónde comienza la fantasía, y aún no han aprendido a atribuir un significado moral a las falsedades. Algunos tienen amigos imaginarios, para quienes insisten incluso en poner un lugar en la mesa. Pero, a medida que crecen, la distorsión de la verdad va dejando de gustarles y comienza a generarles inquietud.

Una comunicación cálida y franca entre padres e hijos, así como la enseñanza por medio del ejemplo, constituyen las mejores vacunas contra el hábito de mentir. Cuando un pequeño miente, de nada vale sentarlo en una silla y tratar de sacarle una confesión. Eso serviría para reparar en alguna medida el daño causado por la mentira, pero no para corregir el comportamiento.

Cuanto mejor comprendan sus hijos que usted tiene en muy alta estima la integridad y la confianza mutua, menos probabilidades habrá de que sus mentiras le den dolores de cabeza cuando crezcan.

Agresividad. Los pequeños van aprendiendo a convivir desde que comienzan a caminar. En cuanto empiezan a jugar con otras criaturas surgen los inevitables forcejeos por un juguete, seguidos a veces de un coscorrón y de un grito de angustia. Una de las lecciones cruciales de los primeros tres años de vida se refiere a la necesidad de compartir, pero no todos los niños la asimilan con la misma rapidez ni igualmente bien.

Lo que parece gracioso y excusable en un chiquillo de un año puede  convertirse en un serio problema  cuando llegue a la edad escolar.

Muchos niños son agresivos por que han visto esa conducta en sus  padres, en otros niños o en algún  personaje de la televisión. A los  pequeños que de manera constante  son agresivos les conviene jugar al aire libre, y no en espacios limita-dos. En todo caso, requieren mucha  atención hasta que llegan a relacionarse mejor. Yo sé de padres que,  para corregir la agresividad de sus  chiquillos, se valen de una técnica  llamada «arresto».

El arresto debe explicársele por  adelantado al niño si este es lo bastante grande para entender, y tiene que aplicarse en casos específicos. Primero se escoge un sitio de la casa donde no haya nada con que entretenerse. Una silla de cara a un rincón servirá a las mil maravillas. Un minuto por año de edad es un buen  criterio para determinar la duración del castigo. Algunos padres utilizan un cronómetro portátil, coya alarma  suena cuando la pena ha terminado.  Después, no se debe volver a hablar  de lo que la motivó.

Los niños adquieren seguridad si  conocen bien los límites fijados por  sus padres. Se sienten más tranquilos cuando saben que tal o cual  acción suya provoca siempre la misma reacción, positiva o negativa. Y el padre y la madre deben fijar los  límites de común acuerdo. Cualquier variación en la manera de aplicar las reglas puede dar lugar a que un chico se comporte como un ángel con uno de ellos y como un diablillo con el otro. Y los niños necesitan dosis periódicas de elogio de ambos padres. Esta es una de las mejores formas de prevenir problemas graves de comportamiento.

Cuando los padres están tensos, difícilmente toleran las faltas de conducta. En más de una ocasión les he pedido que se escuchen a sí mismos cuando les hablan a sus hijos. Eso a menudo les sirve para percatarse de que son demasiado exigentes o de que la mayor parte dilo que dicen es negativo. Juntos intentamos averiguar por qué son tan poco tolerantes, y tratamos de lograr un equilibrio entre recompensas y castigos, elogios y reproches.

Cada niño necesita un trato particular. Su conducta mejorará notablemente si usted le dedica todos los días un raro con el exclusivo fin de conversar serenamente, contarle un cuento o comentar los sucesos de la jornada.

Mis sugerencias no son recetas garantizadas, sino pautas que casi siempre ayudan. En esto no existen fórmulas infalibles, pues cada niño y cada familia son únicos y todas las soluciones deben adaptarse a circunstancias y necesidades específicas. No se deje abrumar por los problemas de conducta de su hijo. En todo caso puede recurrir a su médico para que le dé consejo y ayuda.