Errores a Evitar al Fusionar Negocios 1/2

errores, negocios, fusiones, fusiónEn este artículo nos enseña que errores no debemos cometer cuando vamos a fusionar dos empresas y cuando hacemos adquisiciones.

Jack Welch nos ayuda a evitar los errores con su experiencia plasmada en el libro «GANAR» (WINNING) que a continuación explicaremos.

Antes de tratar estos errores en profundidad, cabe señalar que en su mayor parte se producen por la misma razón: la fiebre negociadora.

Estoy convencido de que no es necesario ilustrar este fenómeno en detalle: es bien visible cada vez que una empresa está ansiosa por comprar y las opciones del mercado son relativamente limitadas. En tales situaciones, una vez se identifica un candidato a la adquisición, los máximos directivos de la empresa adquisidora y sus ávidos banqueros de inversión se unen en un frenesí de pánico, excesos y paranoia que se intensifica con cada posible nuevo adquisidor que entra en escena.

Esta fiebre negociadora es totalmente humana, e incluso las personas más experimentadas caen bajo su influjo. No obstante, su influencia negativa durante el proceso de fusión y adquisición debe minimizarse si se tienen en mente los siete errores que se tratan a continuación.

El primer error es creer que puede darse una fusión entre iguales. A pesar de las nobles intenciones de aquellos que lo intentan, la gran mayoría de ellos se autodestruye a causa de su premisa de partida.

Cada vez que me llega la noticia de una denominada fusión entre iguales, me asusta pensar en todo el desgaste, la confusión y la frustración que se cierne sobre las dos empresas, que suelen emprender estos negocios con la mejor de las intenciones.

Sí, una fusión entre iguales tiene sentido en un plano conceptual. Algunas compañías son iguales en tamaño y fuerza y, en efecto, deberían fusionarse como tales. Además, durante las frenéticas negociaciones (y casi todas las negociaciones llegan, en algún momento, a dicho punto) el concepto de fusión entre iguales logra calmar los ánimos. Ambos bandos pueden proclamarse vencedores.

Pero, en la práctica, al concepto de fusión entre iguales le sucede algo: los implicados dudan y se paralizan.

Se paralizan por el mismo concepto de igualdad. Los miembros de ambos bandos piensan: «Si somos tan iguales, ¿por qué no se hace a nuestro modo? Su manera no es mejor.»

En última instancia, el resultado es que no se hace de una forma ni de otra.

Sé que esta visión negativa de las fusiones entre iguales no la comparten todos. Mi amigo Bill Harrison, director general de JPMorgan Chase durante su fusión con Bank One, opinaría que en la industria financiera, cuando los activos son los cerebros de banqueros orgullosos y seguros, las fusiones entre iguales son necesarias «o, de lo contrario, todos se largarían».

Tal vez esté en lo cierto respecto a esta excepción; la fusión que está supervisando con Jamie Dimon (que se convertirá en director general de la empresa fusionada en el año 2006) va por muy buen camino. También la experiencia de Bill en fusiones avala su argumento, empezando por la fusión entre iguales de Chemical Bank con Manufacturers Hanover, seguida por la que tuvo lugar entre Chase Manhattan y J.P. Morgan & Co.

A pesar de su éxito, estoy convencido de que en el ámbito industrial (que abarca todo lo que no sea banca y consultoría) las fusiones entre iguales están condenadas al fracaso.

DaimlerChrysler es el ejemplo más evidente que se me ocurre. Se recordará cuánto se habló del caso en 1998: las dos compañías eran totalmente equivalentes en todos los aspectos y se necesitaban entre sí para crecer más. Las compañías proclamaban que no se trataba de una adquisición de una empresa estadounidense de automóviles económicos llevada a cabo por un fabricante alemán de productos diferenciados y de lujo… ¡ni hablar! Se trataba de dos titanes de la industria que iban a formar un matrimonio bendecido por los cielos.

Parte de este posicionamiento se hacía, sin duda, para facilitar las ¿probaciones reguladoras de la fusión. Pero otra parte era también una cuestión de ego. Los directores de Chrysler no iban a admitir su compra por parte de una empresa extranjera, y sus colegas de Alemania no estaban más entusiasmados ante la perspectiva de ser absorbidos por un puñado de estadounidenses.

Así las cosas, ambas empresas intentaron llevar a cabo la fusión entre iguales. Fue un verdadero caos. Durante dos años tortuosos, muchos Airbus A318 transportaron una multitud de directivos entre Detroit y Stuttgart un par de veces a la semana, en un intento de establecer procesos operativos mutuamente satisfactorios, desde la cultura de la nueva empresa hasta sus sistemas financieros, emplazamientos de producción y equipo directivo. Entretanto, la organización «fusionada» se debatía en el caos, mientras los directivos esperaban dirección y los accionistas esperaban que se produjesen las prometidas oportunidades legales, sinergias y economías de costes.

El final de la historia tuvo lugar en el año 2002, cuando los periódicos informaron de lo que muchos sospechaban desde hacía tiempo: la denominada fusión entre iguales era, en realidad, una pura y simple absorción. Cuando la verdadera situación se hizo pública, Daimler pudo empezar a dirigir la función, tal y como había pretendido desde el principio. Implantó un sistema de gestión, una cultura y una estrategia, y el rendimiento de la empresa salió de su inmersión «posfusión de iguales».

No he citado esta historia para abundar en el proceso de Daim-lerChrysler (ya se ha hecho bastante en los últimos años), sino para ilustrar la imposibilidad virtual de que dos empresas con sus correspondientes líderes se fusionen sin fisuras en una organización con el doble de todo y de todos.

Es imposible. El personal de empresas iguales es posiblemente el menos preparado para fusionarse. Tal vez se proclame, durante el frenesí de la fusión, que entran en una unión perfecta y equivalente, pero cuando la integración se inicia, hay que establecer con rapidez quién asume el mando. Alguien tiene que ponerse al frente y alguien tiene que seguirlo, o ambas empresas acabarán en la inmovilidad.

El segundo error es centrarse tanto en el encaje estratégico que se olvide el encaje cultural, tan importante, si no más, para el éxito de una fusión.

La fiebre negociadora es, una vez más, la causa subyacente de un error común en numerosas fusiones: no analizar el encaje cultural antes de llevar a cabo la operación.

Ahora bien, la mayoría de las empresas se toman su tiempo para evaluar el encaje estratégico. Los directivos (y sus consultores o banqueros) suelen tener herramientas y experiencia para evaluar si dos compañías se complementan en términos de geografía, productos, clientes o tecnología (o todos a la vez) y, mediante su combinación, crean una empresa que, a pesar de los inevitables solapamientos, es más fuerte y competitiva.

Pero el encaje cultural es más complejo. Aunque se intente ser objetivo, la compatibilidad de dos sistemas de valores es difícil de estimar. Por este motivo, son muchas las empresas que afirman poseer el mismo ADN: creen en el servicio al cliente, la toma de decisiones analítica, la formación y la transparencia; valoran la calidad y la integridad, etc.; sus culturas son el alto rendimiento, la orientación a los resultados, el trato cordial y cosas similares.

En realidad, como es lógico, las empresas suelen tener formas singulares y diferentes de hacer negocios. Sin embargo, en la fiebre de la negociación se acaba estimando que las empresas son compatibles. Se declara el encaje cultural y la fusión sigue adelante.

Éste fue claramente el caso cuando General Electric compró Kidder Peabody, un desastre que he mencionado en el capítulo sobre la gestión de las crisis y en el que ya me extendí en mi anterior libro. Para resumirlo brevemente, una empresa como General Electric, con valores nucleares como la mentalidad sin fronteras, el trabajo en equipo y la sinceridad, no podía fusionarse con un banco de inversión con tres valores propios: mi prima, mi prima y mi prima.

Para mí, la falta de encaje cultural nunca fue tan aparente como el día en que el problema en toda su magnitud (a falta de un eufemismo mejor) nos salpicó a todos. Fue una tarde de abril de 1994; un equipo de ejecutivos de General Electric y de Kidder Peabody rubia trabajado contrarreloj desde la noche del viernes para averiguar por qué teníamos un déficit de 300 millones de dólares en ingresos declarados. Ya estaba bastante claro que un negociante de Kidder, Joe Jett, había registrado transacciones fantasmas, pero lo que necesitábamos comprender era el motivo de este comportamiento y cómo había escapado a los controles bancarios e, igual de importante, a su cultura.

Aquel día me reuní con el equipo para conocer su informe, y durante las horas siguientes logramos tanto entender la situación como calibrar sus consecuencias para la empresa. Lo que me dejó petrificado fue que, en tres ocasiones durante aquella tarde y noche, dos veces en los pasillos y una en el servicio, sucedió un mismo hecho: un directivo del equipo de Kidder Peabody se me acercó y, con expresión preocupada, me preguntó de qué forma iba a influir aquel episodio en sus primas.

Diez años después, esto sigue indignándome.

Finalmente, con la venta de Kidder Peabody a Paine Webber y después a UBS, la compra de Kidder acabó siendo rentable para nuestros accionistas. Sin embargo, nuestra organización no tendría que haber pasado por el trauma de aquella fusión. Cuando todo hubo terminado, me juré que no volvería a comprar otra empresa a menos que los valores de su cultura fuesen similares a los de General Electric o fuera fácil que los asumieran.

En la década de 1990 dejé pasar varias oportunidades en la costa Oeste por mis temores hacia el encaje cultural; no quería experimentar de nuevo semejante conflicto de valores. Las florecientes empresas tecnológicas de California tenían su cultura: alardes, golpes en el pecho y compensaciones astronómicas. Por el contrario, nuestras operaciones de software en lugares como Cincinnati o Milwaukee estaban en manos de ingenieros muy trabajadores y con los pies en el suelo, muchos de los cuales procedían de universidades estatales del Medio Oeste. Estos ingenieros eran tan buenos como los talentos de la costa Oeste y había que pagarles bien, pero sin excesos.

Francamente, no deseaba contaminar la cultura saludable de nuestra empresa.

Cada negociación afecta de alguna forma a la cultura de la empresa adquisidora y hay que reflexionar al respecto. Lo preferible es que la cultura de la compañía adquirida pueda fusionarse sin problemas con la de la empresa adquisidora. No obstante, en ocasiones algunas de las malas conductas de la empresa adquirida pueden filtrarse y contaminar lo que se ha construido; es algo no deseable, pero es aún peor que la cultura de la compañía adquirida se enfrente a la propia y retrase indefinidamente el valor de la fusión.

Por este motivo, si se desea que la fusión funcione, no basta con cuestionar el encaje estratégico; el encaje cultural es también esencial.

El tercer error es entrar en una «situación de rehén inversa»: el adquisidor realiza tantas concesiones durante las negociaciones que la parte adquirida acaba tomando después todas las decisiones importantes.

En ocasiones, se desea tan fervientemente poseer otra empresa que acaba permitiéndose que ésta nos posea a nosotros.

Esta dinámica es resultado directo de la fiebre negociadora y su frecuencia es estremecedora. Cada vez que hablo de fusiones con un experto en el tema, es una cuestión que surge de manera invariable.

Dejé que sucediera por primera vez (y, por desgracia, no fue la última) en 1977, pocos años antes de que me nombraran director general de General Electric. A la sazón ya había participado en numerosas fusiones, por lo que tendría que haberlo meditado. Sin embargo, estaba tan ansioso por adquirir una empresa de semiconductores con sede en California, llamada Intersil, que no logré negarme a ninguna de sus demandas. El director general estaba convencido de que su empresa funcionaba a la perfección y dejó muy claro que, aunque le gustaba el dinero de General Electric, no necesitaba en absoluto sus consejos.

Antes de enterarme de lo que sucedía en las negociaciones, ya estaba besándole la mano al director general de Intersil. Dijo que quería un sistema de compensación especial (descomunal) para él y su gente, porque así se hacían las cosas en su negocio: se lo concedí; dijo que no deseaba tener a personal de General Electric en sus reuniones de planificación: se lo concedí; dijo que no permitiría que cambiásemos el sistema de informes de sus financieros para que cuadrara con el nuestro: se lo concedí.

No podía esperar para pagarle los 300 millones de dólares acordados.

¿En qué estaba yo pensando?

Evidentemente, en nada. En eso consiste la fiebre negociadora.

Durante varios años fuimos tirando, «fusionados» con Intersil. Cuando sugeríamos a su director general la forma de mejorar sus sistemas operativos (en recursos humanos, por ejemplo), éste replicaba que no entendíamos su industria, que los dejáramos en paz y que ya recibiríamos nuestros beneficios al final del trimestre.

Era desagradable, por decirlo suavemente, y bastante improductivo. Descubrí que podía llamar a su sede central para recabar información pero, a menos que formulase mi pregunta de la forma precisa y exacta, no recibía nada más que evasivas. Los directivos de General Electric dejaron de visitarla por la fría recepción de que eran objeto. Técnicamente éramos los dueños de la empresa, pero en la práctica ellos la dirigían.

Finalmente vendimos Intersil rozando el umbral de rentabilidad. Lo único que ganamos con la fusión fue aprender una lección importante: no comprar nunca una empresa que nos convierta en su rehén.

La realidad es que Interstil me tenía atado de pies y manos. No poseíamos suficientes conocimientos en semiconductores ni un directivo con la altura suficiente y experiencia en el sector para reemplazar al director general, ni mucho menos a su equipo de gestión.

Cuando diez años después adquirimos RCA se produjo una situación semejante, pero estábamos preparados para manejarla. Durante las negociaciones, se nos dijo que el responsable de la NBC, Grant Tinker, pensaba marcharse. Nosotros carecíamos de experiencia directa en la gestión de cadenas de televisión, pero sabía que podía contar con la capacidad como líder de Bob Wright, a la sazón director general de General Electric Capital, para reemplazar rápidamente a Grant, en caso de que éste decidiera marcharse. Intenté por todos los medios mantener a Grant, pero fue imposible. Tras su marcha, Bob ocupó su lugar, y dieciocho años más tarde sigue dirigiendo la NBC.

Unos años después, nos encontramos en una potencial situación de rehenes en una de las divisiones de la NBC, News. Sus líderes cuestionaron abiertamente (por no decir con total descaro) la capacidad de General Electric para gestionar una empresa periodística y empezaron a construir las barreras típicas de esta dinámica. El responsable de la división, Larry Grossman, lideraba la resistencia y se mostró reacio a confeccionar un presupuesto razonable (es decir, un presupuesto con el que hiciésemos dinero). Le pedimos que se marchara y pusimos en su lugar a Michael Gartner, que poseía una experiencia significativa en el campo del periodismo y de los negocios. Michael tuvo que soportar muchas críticas para librarse de la mentalidad que impregnaba NBC News e hizo un buen trabajo aunque, por desgracia, tuvo que irse a causa de una crisis desatada durante su mandato. (El programa Dateline, de NBC News, hizo explotar un automóvil de General Motors en un reportaje sobre seguridad automovilística; nos disculpamos públicamente por el incidente.) A continuación nos decidimos por el productor ejecutivo de la CBS, bien provisto de credenciales periodísticas, Andy Lack. Fue Andy quien de verdad convirtió NBC News en el negocio sumamente íntegro y rentable que es en la actualidad.

Unas últimas palabras sobre la dinámica del rehén inversa. En los momentos finales de la fiebre negociadora, la empresa adquisidora suele ofrecer un acuerdo earn-out al fundador o director general de la empresa adquirida, con la esperanza de retenerlo y obtener de él un gran rendimiento.

Por lo general, todo lo que consigue son conflictos.

Los acuerdos earn-out suelen motivar a quienes los reciben a mantener las cosas igual. Quieren que les dejen llevar el negocio como siempre han hecho; así es cómo les salen las cuentas. Siempre que tengan oportunidad, bloquearán los cambios de personal, la consolidación de sistemas de contabilidad, los planes de compensación… lo que sea.

No obstante, una integración no puede producirse plenamente si alguien impide cualquier cambio, sobre todo si dicha persona antes era el jefe.

¿Qué se puede hacer? Si se desea mantener al anterior director general o al fundador por razones de rendimiento o de continuidad, hay que olvidarse del earn-out y negociar en su lugar una retención fija: una suma determinada por permanecer cierto período de tiempo. Así se consigue la libertad necesaria y deseable para crear una nueva empresa.

Los earn-out son sólo un aspecto de la dinámica del rehén inversa. Sí, en ocasiones hay que hacer concesiones para conseguir la empresa que se desea. Pero no hay que excederse, para así evitar que la nueva adquisición, una vez cerrado el trato, nos haga sus rehenes… con nuestras propias armas.

El cuarto error es integrarse con excesiva timidez. Con un buen liderazgo, una fusión debería completarse en un plazo de noventa días.

Volvamos por un momento a aquellas festivas conferencias de prensa que acompañan a casi todos los anuncios de fusión. Incluso en situaciones de compra evidente, los directores generales prometen la creación de una nueva sociedad, en la que ambas empresas cooperarán, alcanzarán el consenso y se integrarán con suavidad.

Por desgracia, si el edificio de la sociedad no se construye de la forma correcta, puede crearse una situación de parálisis. Ambas oartes hablan y hablan de cultura, estrategia, operaciones, títulos, membretes y todo lo demás… mientras que la integración sigue esperando.

Para variar, en este caso el culpable no es la fiebre negociadora. Se trata, por el contrario, de algo más admirable: una especie de educación y consideración por los sentimientos de la otra parte. Nadie quiere ser un vencedor odioso, que impone cambios sin ofrecer discusión o debate. En realidad, la mayoría de los adquisidores quieren conservar las posibles vibraciones positivas que se dieron al final de la negociación, y creen que moverse despacio y con cuidado les será de ayuda.

No defiendo que los adquisidores no debatan el modo en que las empresas van a combinar sus métodos de trabajo; deben hacerlo, sin lugar a dudas. En realidad, los mejores adquisidores son muy buenos a la hora de escuchar. Formulan muchas preguntas y asimilan toda la información y las opiniones de su alrededor, que, por lo general, son muchas.

Pero luego tienen que actuar. Deben tomar decisiones respecto a la estructura de la organización, las personas, la cultura y la dirección, así como comunicar tales decisiones constantemente.

Es la incertidumbre la que hace que las organizaciones caigan en el miedo y la inercia. El único antídoto es un proceso de integración claro y decidido, transparente para todos. Puede conducirlo el director general o un directivo de integración (un ejecutivo de alto nivel muy respetado, de la parte adquisidora) investido con los poderes del director general. El proceso debe constar de un riguroso calendario, con objetivos y personas responsables de ellos.

El objetivo es dejar claro que la integración debe completarse a los noventa días de haberse cerrado el trato.

Cualquier día de mas supone una pérdida.

Un caso clásico de ser excesivamente cautos (y pagarlo)es la adquisición de Case Corporation por parte de New Holland en noviembre de 1999.

New Holland, una empresa holandesa con sede en Londres, división del gigante italiano Fiat, era el número 3 en la industria de equipamientos de agricultura y construcción. Desde un punto de vista estratégico, sus directivos estaban en lo cierto al considerar que la compra de Case, con sede en Wisconsin y un sólido número 2, les permitiría superar a John Deere, líder de la industria desde hacía mucho tiempo. El trato se cerraba 6.000 millones de dólares más tarde.

Dado el solapamiento en productos y mercados, podría pensarse que la integración de ambas empresas sería un proceso rápido, sobre todo en las reducciones de costes más obvias. Pero New Holland era una compañía europea y sus líderes se mostraban cautelosos a la hora de absorber a una compañía estadounidense en su propio terreno. Además, Fiat había pagado una importante prima por Case, lo que redoblaba la turbación de New Holland. Mi viejo amigo Pao-lo Fresco, anterior vicepresidente de General Electric y a la sazón presidente de Fiat, recuerda así el impacto de la prima: «No queríamos mover el barco más de lo preciso, ni hundirlo con excesivos cambios… habíamos pagado demasiado por la empresa para dejar que eso sucediera.»

Fiat puso al frente de la nueva empresa al director general de Case. Asimismo, la mayoría de los puestos en la nueva organización se ocuparon con directivos de Case, el director de operaciones y el director financiero incluidos.

Por supuesto, la integración adoleció de firmeza. El equipo de integración tomó una gran decisión: mantener dos marcas y dos sistemas de distribución, pero todo lo demás quedó en el aire.

El año 2000 el mercado de equipamiento para agricultura se estancó; con la integración en punto muerto, la compañía fusionada se estancó también. Para hacer frente a la crisis, Fiat envió a Estados Unidos a un nuevo director general, Paolo Monferino, que puso en marcha la integración del modo en que debería haberse hecho desde el principio: de manera rápida y decidida. El entonces director general de Case, Jean-Pierre Rosso, fue nombrado presidente. Irónicamente, Fiat había temido dar ese paso, pero una vez hecho, sus directivos vieron de inmediato que Jean-Pierre era perfecto para el puesto y que él estaba encantado con sus funciones. Era fuerte con los clientes y un excelente estadista de la industria. ¡La excesiva prudencia había sido innecesaria!

Cuando el Congreso aprobó la Ley Agrícola de 2002, la CNH Global N. V., como se rebautizó a la empresa totalmente integrada, estaba bien posicionada para aprovechar la resurrección del mercado. No obstante, como apunta Paolo Fresco: «Perdimos al menos un año, quizá más, a causa de nuestra incertidumbre cultural.»

La historia de New Holland no es única.

En el año 2000, General Electric intentó comprar Honeywell, una negociación, como se recordará, que nunca recibió la aprobación de la Unión Europea. Sin embargo, durante los siete meses que esperamos el visto bueno regulador, equipos de ambas partes trabajaron a conciencia para fusionar ambas empresas.

Parte de este proceso consistía en observar la evolución de la propia unión de Honeywell con AlliedSignal en 1999. Había pasado un año desde la fusión y esperábamos encontrar un notable progreso.

Por el contrario, nos sorprendió comprobar que los directivos de AlliedSignal y Honeywell seguían «discutiendo» los valores y conductas de la empresa fusionada; también continuaban aferrados a su anterior forma de hacer las cosas. El personal de AlliedSignal tenía una cultura agresiva y orientada a los números. Los directivos de Honeywell, en cambio, preferían un planteamiento fundamentado en el consenso. El director general de la empresa fusionada, Mike Bonsignore, no se decidía a elegir entre ambas formas de trabajo; por tanto, mucho después de que se firmara la negociación, seguían teniendo dos empresas bien distintas, que operaban con escasa integración.

Integrarse con la rapidez y el nivel de energía adecuados siempre tendrá mucho de malabarismo. Pero en lo que respecta a este error, al menos debe saberse cuándo se ha salido del camino: si han pasado noventa días desde que se cerró el trato y se siguen debatiendo importantes temas de estrategia y cultura, se ha procedido con excesiva prudencia. Ha llegado el momento de actuar.

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