Lección de Excelencia

Hacer bien las cosas basta; hay que empeñarse en hacerlas mejor.

Cuando era niño y vivía con mi familia en Dallas, Texas, a menudo le pedía a mi padre que me llevara al «taller», el misterioso lugar donde él se esfumaba día con día. En mi imaginación, era una fábrica mágica donde unos hombres grandotes forjaban maravillas. Por fin, un verano, cuando tenía siete u ocho años, mamá me llevó a ese sitio secreto minutos antes de que sonara el silbato de salida. Papá nos recibió fuera, y una vez que se despidió de mi madre, me tomó de la mano y me condujo a su mundo.

–Bien, aquí lo tienes

— dijo con orgullo, mientras me subía a un banquillo con sus callosas manazas –.

¿Qué te parece? Dejé escapar una larga exclamación de asombro. El gigantesco recinto estaba lleno de ruidos atronadores y un penetrante olor a metal fresado. Varios tornos rebajaban con precisión artística unos bloques de acero e iban dándoles formas nuevas.

— ¿Qué hacen, papá? – Pregunté en medio del estruendo.

— Matrices -respondió, al tiempo que cogía una taza vacía de su banco de trabajo. Así llamamos a los moldes que se usan para fabricar objetos de plástico, como es la taza. Si están bien hechos, duran toda la vida.

Sostuvo entonces la taza a la altura de su hombro.

— ¿Qué pasará si la dejo caer?

— Se romperá.

— Veamos — repuso, y la soltó.

La taza hizo un ruido seco al golpear el piso y reboto dos o tres veces antes de ir a parar a los pies de mi padre.

— Ni un rasguño — anunció luego de examinarla–.  Sólo piensa, hijo, en que pueden fabricarse decenas de miles de tazas como esta, con una matriz hecha por un buen obrero.

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Tuve la impresión de que me estaba revelando el secreto de la fama y la fortuna.

Años después, en la adolescencia, me alejé de mi padre porque desdeñaba sus ideas acerca de la vida y porque me avergonzaba de su condición de obrero. Luego pasé por la universidad y por el servicio militar. Para entonces me había vuelto muy ambicioso y soñaba con ganar dinero a carretadas.

Papá seguía alentándome, aunque casi siempre a distancia porque yo no le pedía consejo. No creía que pudiera enseñarme nada sobre publicidad, la profesión que yo había elegido. Además, ya tenía otro modelo a quien emular.

Ese hombre alto y atlético, de cabellera rubia y facciones finas, no era mucho mayor que yo, pero tenía en su haber más símbolos de éxito que muchas personas que le doblaban la edad: un negocio propio, una esposa despampanante y enjoyada, un auto de lujo y una hermosa casa con piscina.

Él me convenció de que en el negocio de la publicidad lo primero que hay que hacer es promoverse uno mismo, y ¡vaya que se dedicaba en cuerpo y alma a conseguir clientes!

«Promételes la luna y las estrellas, y después preocúpate de cumplir tu palabra”, solía decir. En cuanto a mí y a los demás creativos, sus órdenes eran claras: «No quiero un trabajo perfecto.  ¡Lo quiero hoy!”

En tres años, ascendí de creativo a vicepresidente. Trabajaba hasta los fines de semana, pero nunca dejé de cumplir con un plazo de entrega ni falté a ninguna cita con un cliente.

Es cierto que teníamos algunos clientes insatisfechos, y problemas ocasionales de liquidez cuando no pagaban. Sin embargo, eso no impedía a mi jefe seguir ofreciendo cenas fastuosas o sorprendiendo a su mujer con un nuevo anillo de brillantes.

Un domingo por la noche me telefoneó a casa. Quería verme en la oficina a primera hora del lunes. Sin duda, se traía entre manos algo importante. ¿Sería una jugosa cuenta nueva, o el aumento que me había prometido?

Llegué a la agencia al amanecer. Cuando entré en su oficina, mi jefe me lanzó una rápida mirada y siguió escribiendo. Aguardé con impaciencia hasta que alzó la vista, enlazó sus pulcras manos sobre el escritorio y sin mirarme a los ojos, dijo:

–Iré al grano. Me parece que tu trabajo ya no está a la altura de la empresa, así que debemos despedirnos. Por favor, desocupa tu oficina y márchate antes de que lleguen los demás empleados.

Me quedé allí un buen rato, con el ánimo por los suelos. Dados los valores que me habían inculcado, sentí una profunda vergüenza. ¿Qué diría mi padre?

En los días siguientes pasé del pánico al enojo, y del resentimiento a la autocompasión. Como necesitaba desahogarme con alguien de confianza, dejé de lado el orgullo y fui a contarle todo a mi padre. Cuando terminé, hubo un largo silencio.

— Sé que estas muy decepcionado — me dijo mientras se acomodaba las gafas–. Pero sé sincero conmigo ¿Qué hay de cierto en lo que dijo tu jefe? ¿Era bueno tu trabajo?

–¡Desde luego! Producía anuncios a granel. ¡Nadie allí trabajaba más de prisa que yo!

— ¿Pero era bueno el material?

— Claro. Bastante bueno. Era lo que él pedía.

Mi padre rara vez nos sermoneó a mis hermanos y a mí. Más bien nos hacía preguntas de sentido común que nos obligaban a reflexionar. Y eso hizo aquel día, hasta que mi madre nos llamó a cenar. Tomados de las manos, escuchamos a papá musitar una breve oración, y luego comimos y charlamos acerca de todo, menos de mi desgracia.

Pasé la noche en vela, meditando en la pregunta de mi padre. Como al día siguiente continuaba acongojado, decidí visitarlo en la fábrica a la hora del descanso.

Ya era capataz del taller, pero todo lo demás seguía tal como yo lo recordaba.

Cuando nuestras miradas se cruzaron, se ie iluminó el rostro y se acercó a darme un abrazo.

–¡Qué curioso! – comentó –.

Pensé que quizá te darías una vuelta por aquí hoy.

Luego de sentarnos en unos banquillos altos, reparé en una de esas pesadas tazas de plástico que abundan en las cafeterías.

— ¿Todavía fabrican esos cacharos? — le pregunté–.  ¿No te cansas de hacer lo mismo una y otra vez?

— Aun no nos sale a la perfección dijo, sonriendo –, de modo que seguimos intentándolo. Tenemos que rediseñar la matriz periódicamente, pero ese es nuestro trabajo.

— Y luego, con evidente orgullo,, agregó –: No hay muchos que puedan hacerlo mejor.

— ¡Pero si no es más que una taza! — objeté, malhumorado.

— ¿Es eso lo único que ves? – respondió –. Yo veo todo el trabajo que se ha invertido en ella.

Me habló entonces del esfuerzo que debía hacer el fabricante de la matriz para leer un micrómetro, del obrero que convertía un basto bloque de acero en un molde acabado y del prensista que troquelaba el producto final.

— ¿Sabes qué más veo) – añadió –. Que el resultado sigue siendo imperfecto.

Entonces encendió una potente lupa eléctrica.

— Míralo más de cerca. El molde tiene unos hoyos diminutos que comprometen no sólo la integridad de la taza, sino la integridad de este taller. Y eso no lo puedo tolerar. Quizá mi patrón Io dé por bueno, pero yo no.

No pude menos de sonrojarme.

— ¿Qué pasará si la dejo caer? –le pregunté.

Papá sonrió de oreja a oreja, muy complacido de que recordara su vieja demostración.

— Adelante. Haz la prueba.

Cuando solté la taza, dio contra el piso con el consiguiente ruido seco, y luego rebotó con un sonido más apagado hasta detenerse. La recogí, y noté que tenía una fractura apenas visible en el borde.

— ¿Qué sucedió? — pregunté.

— Se trata de imperfecciones ocultas — me explicó –. Si hubiéramos usado ese molde una semana, habríamos producido miles de tazas defectuosas.

— Yo suponía que lo que más le importaba a esta empresa era la producción.  ¿Cómo pueden pasarse la vida haciendo el molde?

— Queremos conservar al cliente.

Producir no es sino la mitad del objetivo; quedar satisfecho con el resultado es la otra. Hay que hacer las cosas lo mejor posible. — Luego de una pausa, me miró a los ojos y agregó –: Tal parece que a tu jefe y a ti les faltó esa otra mitad.

Una sonrisa irónica se dibujó en su rostro curtido.

— La calidad es lo que satisface al consumidor y al fabricante. Si te entendí bien, tu jefe no satisfacía a sus clientes, y a la larga eso trajo como consecuencia que ya no pudiera seguir pagando tus servicios.

Mi padre tenía razón: en la agencia nos preocupaban más las apariencias que la calidad, y cuando el dinero escaseó, mi jefe prefirió prescindir de mí que privar de sortijas a su esposa.

— Es una observación muy inteligente – reconocí.

Mi padre se quedó pensativo, como si dudara de seguir hablando.

— Si fuera yo inteligente, sería el dueño de esta fábrica. El único motivo por el que no abrí mi propio taller Fue que no quería correr riesgos mientras los criaba a ustedes. Pero tú aún no tienes hijos.

La idea de abrir un negocio jamás me había pasado por la cabeza, pero en ese momento cobró un enorme atractivo. Una chispa de optimismo empezó a brillar en mi interior, avivada por la conciencia de los buenos consejos de mi padre y por el recuerdo de los muchos sacrificios que debió hacer para ofrecernos las oportunidades que a él le faltaron.

— Papá, ¿puedo quedarme con la taza? — le pregunté, incapaz de disimular mis emociones.

Miró el desportillado recipiente y luego, haciéndome un guiño, respondió en voz baja:

— Sí, pero no le cuetes a nadie quién la hizo.

Poco después alquilé una oficina en la zona de agencias publicitarias de la ciudad e inicié un negocio de redacción de anuncios. Me prometí brindar a mis clientes un servicio de primera. A lo largo de los 15 años siguientes el despacho prosperó hasta convertirse en una prestigiosa empresa que nos da para vivir dignamente a mis empleados y a mí.

Mi padre ya se jubiló, pero su taza aun ocupa un sitio especial en mi escritorio, como recuerdo de su invaluable lección: que los detalles cuentan. A su manera, me enseñó que todo lo que uno hace es importante porque las fallas, por minúsculas que sean, se multiplican. Así que hay que tomarse el tiempo necesario, y poner mayor cuidado. Y, luego, apreciar la diferencia.