Lección que nos enseña un Niño Prodigio

ajedrez, juego, lecciónEste articulo nos cuenta la historia de un niño prodigio que a los cinco años jugaba ajedrez, y comenzó a ganarle a los profesionales.

Lo que importa no es cómo jugamos, sino por qué lo hacemos.

En marzo de 1973, el Instituto de Ajedrez Shelby Lyman, en el Greenwich Village de la Ciudad de Nueva York, estaba atestado de taxistas, chicos universitarios, cosmetólogas y banqueros, que contendían animadamente sobre los tableros. Todo el mundo quería aprender a jugar al ajedrez. Lo que nadie quería, empero, era perder con un niño de cinco años.

El maestro de ajedrez Bruce Pandolfini llevaba al pequeño de la manita. Cuando empezaron a avanzar entre las mesas buscando algún contrincante para poner a prueba el talento del chico, la habitación se quedó en silencio. Lo único que se oía era el crujir del piso de madera bajo sus pies.

Los jugadores esquivaron la mirada. Algunos de ellos recordaron de pronto que tenían algo que hacer. Estaban tan nerviosos como un grupo de labriegos cuando un matón se pasea por el pueblo.

En eso me vio Pandolfini.

Al igual que el chiquillo, yo era uno de sus alumnos. Pero a diferencia de él, yo no parecía destinado a alcanzar la inmortalidad en el ajedrez. Con todo, estaba tan obsesionado con el juego que mis calificaciones de la escuela de enseñanza media se estaban yendo a pique. Estudiaba con ahínco, pero mis libros eran Manual de ajedrez y Cierres prácticos del ajedrez, de Lasker.

Pandolfini. Parecía nombre de hechicero. Otros maestros habían ofrecido enseñarme por menos de lo que le estaba pagando a Pandolfini, pero yo era totalmente adicto a él. Con sus largos rizos de color castaño claro, su nariz aguileña, sus quevedos y sus sombreros negros de ala ancha, parecía un John Lennon larguirucho. Y nunca hacía rabietas como las que acostumbran hacer los maestros de ajedrez.

En algún tiempo se le consideró uno de los mejores jugadores de Estados Unidos, pero había renunciado a las competencias y se había dedicado a la enseñanza. Me pidió en voz baja que jugara una partida con el chiquillo; sus ojos me rogaban que aceptara. Lo hice, pero sólo para complacerlo, pues sabia que iba a sufrir una derrota aplastante.

Nos dirigimos a un aula vacía, lejos de los demás alumnos. Pandolfini trajo un tablero con sus piezas y una hoja para anotar. Luego se sentó junto a la mesa, equidistante de ambos.

– ¿Cómo estás? -le pregunté al pequeño.

-Bien repuso, mirándome con suspicacia.

Ya me sentía incómodo. Había cierto surrealismo en mi intento de hablarle a ese niño de cinco años  como a cualquier niño de esa edad, cuando sabía yo que estaba a punto de aniquilarme.

A mi contrincante le tocaron las piezas blancas. Tomó el peón del rey con su manita y lo movió hacia adelante. Como dos cautelosos pugilistas que se midieran en los primeros episodios, hicimos una apertura normal y sin riesgos.

AI empezar el medio juego, me sorprendió ver que me estaba defendiendo bien. Había sido precavido, y tenía una posición sólida. Sin embargo, prefiero atacar despiadadamente. O incluso esquivar el ataque y escurrirme hasta que mi adversario esté agotado y listo para el mate. Pero este tipo de juegos exige correr riesgos, y yo estaba seguro de que al primer indicio de osadía por parte mía, mi pequeño adversario sacaría de la manga una jugada que sin duda acabaría conmigo.

Mientras miraba al niñito del otro lado de la mesa, ataviado con un traje de conejitos blancos y que me atisbaba a través de su flequillo castaño, comprendí que me había dejado yo intimidar.

Me tocaba mover. Podía seguir jugando sobre seguro; adelantar un peón y dejarle la iniciativa. O podía ser agresivo y tratar de apoderarme del centro — lo que en ajedrez equivale al terreno elevado en un campo de batalla — con mi alfil o con mi caballo.

EI peón, el alfil o el caballo. Lo pensé detenidamente. Al final eliminé la alternativa del peón. Mientras tanto, los maestros se paseaban por el lugar para ver al pequeño prodigio en acción. Pandolfini se frotaba la barbilla y estudiaba la posición. El alfil o el caballo. Ante mi vista aparecían combinaciones que parecían conducir a una victoria, pero luego se desvanecían como las apariciones cuando las baña la luz del día. El alfil o el caballo. Sin mucha seguridad,  lancé mi alfil al centro de la posición de mi adversario y, a medida que  intercambiábamos piezas, el sonoro  castañeteo del choque del plástico hendió el pesado silencio.

Había yo cometido un error. Cuando se dispersó el humo, me di cuenta de que había perdido un peón. En el momento en que el chiquillo Io tomó con sus deditos y lo retiró del tablero, mi confianza se derrumbó. Le sonrió a Pandolfini. Un peón no es una ventaja muy importante, pero es suficiente para ganar. Busqué la oportunidad de desquitarme. Mi única esperanza radicaba en complicar las cosas y rogar que él cometiera un error.

Le tendí una trampa por el flanco  del rey. Quizá no la vería. Tal vez se pondría a pensar en algún personaje  de su programa favorito de televisión. Golpeó su silla rítmicamente con sus zaparos de hebilla y evitó ágilmente caer en el ardid.

Traté de tentarlo para que aceptara un intercambio desventajoso de piezas por el flanco de la reina. A lo mejor lo sorprendería soñando despierto con un osito de felpa.

No se dejó engatusar. Finalmente, en la jugada número 40, ya no pude evitar que su peón de ventaja llegara a la última fila y se trasformara en una todopoderosa reina. Me di por vencido.

El pequeño soltó una risita. Pandolfini se llevó un dedo a los labios para indicarle que no debía hacerlo.

Dejé escapar un largo y acongojado suspiro.

Los brazos y las piernas me pesaban tanto que parecían de plomo, y sentía como si la fuerza de gravedad tirara de mi pecho. Temía marcharme del aula, creyéndome humillado

Pandolfini  me miró y, sonriendo, me dijo:

-Fue un juego excelente. Bien disputado. Profundo.

Luego empezó a analizar la acción, colmándose de elogios por las cosas que había hecho bien. Mientras lo hacía, sentí que me reanimaba, y cuando estudiamos las jugadas de mi adversario, empecé a entender la admiración que sentían los maestros en presencia del niño.

Había perdido la partida, pero con ella también se desvanecieron para siempre mis ilusiones y ambiciones. Ya libre de esa carga, redescubrí los placeres del ajedrez. Comprendí qué, a lo largo de las lecciones, Pandolfini se había preocupado menos de mi necesidad de dominar el ajedrez que de mostrarme lo bello que es el juego.

Por lo que se refiere a mi joven vencedor, la atención y el aplauso,  junto con la constante presión de demostrar su prodigioso talento, fueron demasiado para él. A los ocho años ya no figuraba en el mundo del ajedrez. Hoy es un adulto joven y jamás juega. Así que, cuando repaso nuestras jugadas de hace tanto tiempo, lo hago con un dejo de tristeza, pues sé que, pese a todo su talento, no ama el juego tanto como yo.