¿Por qué debes vencer el temor o miedo para alcanzar el éxito?

miedo, temor, enemigoPor miles de años, le fue preciso al hombre temer para sobrevivir. Hoy en día, nuestra salvación es vencer el temor.

Los hombres estamos al tanto, desde hace siglos, de lo que pide de nosotros la vida de relación: saber lo que se nos consiente y lo que se nos veda en el trato con nuestros semejantes. Hemos consignado, ya en un idioma ya en otro, la creencia de que lograríamos hacer de este mundo un lugar bastante agradable, si pusiéramos, en tal empeño alma y corazón. Desde hace siglos, igualmente, ha ido quedando escrita, año tras año, la historia de nuestros repetidos fracasos.

La culpa no ha de achacársele al planeta en que habitamos: esta tierra en, la cual hay campos, y agua, y sol, y fertilidad. No obstante sus dos mil millones de habitantes, la tierra ofrece todavía sobrado espacio y riquezas sobradas Para que muchos millones más disfruten de todo el bienestar a que sepan hacerse acreedores. Por valerme de uno de los pensamientos más trillados: nada de malo tiene este mundo, salvo sus moradores.

El empeño de mejorar moralmente al hombre no ha contado nunca con las energías y los entusiasmos que hemos aplicado a la investigación científica.

Hace apenas cuatrocientos años, carecíamos virtualmente de esto que ahora llamamos ciencia. De entonces acá, los adelantos han sido tales, y tal el ensanche de nuestros conocimientos, que hoy medimos, la temperatura del sol y sabemos disgregar el átomo.

Mas ¿hasta dónde ha progresado, en estos mismos cuatrocientos años, el turbulento corazón humano? En tiempos de Isabel de Inglaterra y de Felipe II de España, la intriga política y el poderío militar eran la base de las relaciones internacionales. Otro tanto sucede hoy en día, El comercio exterior estaba fundado en la guerra económica. Lo mismo ocurre, en gran medida, en éste, nuestro siglo XX. Cuatrocientos años ha, el hombre miraba en torno, y sentía que lo rodeaba la inseguridad; pensaba en lo por venir, y no veía mayor esperanza de seguridad para sus hijos. ¿Cuál es la seguridad que ofrece hoy lo por venir a los nuestros?

Este siglo XX de la penicilina y de la sulfa; de la aviación que reduce a sesenta horas de vuelo la distancia entre los dos puntos más apartados de la tierra; de los grandes hospitales, de las magníficas bibliotecas públicas, es así mismo el siglo que ha inventado el modo de aniquilar millones de hombres con la explosión de una sola bomba. Y tal es el estado de ánimo del mundo, tales son el recelo y el temor que inspiran unas naciones a otras, que bien pudiera ser que, a impulsos del miedo, hiciéramos estallar esa bomba.

En el miedo, a Io que yo entiendo, ha de buscarse La raíz de nuestros fracasos. Y ¿por qué ejerce el miedo imperio tan tiránico y terrible sobre nosotros?

Al hombre de los remotos tiempos prehistóricos le era indispensable temer para sobrevivir. Debía recelar del extraño que surgía de entre la espesura; de las bestias feroces cuyas garras o cuyos colmillos estaban prontos a hincársele en el cuerpo y a destrozárselo; de las plantas cuyos  desconocidos frutos podían llevar a sus entrañas mortal veneno. Ese hombre para quien la existencia comportaba incesante y áspera lucha, tenía que ver una amenaza en cuanto alentara entorno suyo. Las circunstancias no le consentían ser generoso ni confiado, so pena de exponerse a la muerte. Alerta siempre, cerrado y pronto a golpear el puño, se hallaba ese hombre frente al mundo.

Siglos de lucha arraigaron en su ser tan profundamente la desconfianza y el miedo, que tales sentimientos nos parecen hoy connaturales e inseparables dé la condición humana.

Sólo al cabo de largo espacio de tiempo, y de incontables guerras, y matanzas, y hambres, llegó el hombre a persuadirse de que le convenía  confiar en el jefe de la familia que habitaba al otro lado del cerro o del río. Así nació la tribu. Y aún hubo de trascurrir mucho tiempo más para que se pasara de la tribu a una agrupación superior y más fuerte. Pues a cada intento de adelantar, oponíase el miedo; el miedo que obligaba a retardar el paso, o a no darlo en absoluto; a contentarse con lo existente, porque era lo conocido y lo seguro, y a rehuir lo nuevo, porque, por ser desconocido, entrañaba peligro. No de otra suerte procedemos los hombres en la actualidad.

Y sin embargo, en todo ese trascurso de siglos, hubo en los confines del pensamiento humano una luz que se encendía, y vacilaba, y se extinguía, y tornaba a encenderse. Porque, aun en aquellos días en que el hombre, agazapado en su guarida de la selva, se estremecía sobresaltado al menor ruido extraño; aun en los días en que su voz, más que palabra, era gruñido, y su existencia luchar y matar; ya en las épocas en que, indiferente a toda idea de cambio, dejaba que corriesen, infructuosos e iguales, los meses y los años; ya en esas otras en que, temeroso siempre de lo desconocido, avanzaba paso entre paso, el hombre llevaba siempre consigo una compañera que, invitándolo a lanzar el pensamiento más allá del horizonte del mundo en que vivía, haciale entrever en ideales lontananzas un mundo mejor. Esa compañera fue su propia imaginación.

El endurecimiento a la fatiga y las penalidades, y el valor en la lucha; la astucia que triunfa de los peligros, y el miedo que lleva a precaverlos, son las cualidades a que debió el hombre de remotas épocas el sobrevivir a los afanes de cada día, para poder de esta suerte, guiado por la imaginación, forjar un mundo superior al que halló al despertar a la vida.

Y henos ahora aquí a nosotros que, herederos de esas cualidades y de esa imaginación, nos sentimos llamados por la imaginación a ejecutar lo que reclama el mañana, y cohibidos por el miedo – ese heredado miedo que nos advierte Io peligroso de aventurarnos en regiones inexploradas.

Excelente sería que la pausada evolución a la cual debe el hombre su presente grado de adelanto pudiese continuar llevándonos, con igual y triunfante ritmo, hacia un mayor perfeccionamiento. Así habría ocurrido tal vez, de no haber intervenido la voluntad humana. Pues, sucede que el hombre, al aplicarla febrilmente al desarrollo de las ciencias, hizo que éstas progresaran en forma desproporcionada al progreso de su propio ser moral. De ahí se siguió el desequilibrio existente entre los conocimientos científicos y la conducta del hombre contemporáneo, atrasada en cientos de años con respecto a aquéllos.

Para pasar del arco y la flecha a las armas de fuego hubieron de trascurrir algunos siglos; en cambio, fue relativamente corto el tiempo que medió entre la invención de los cañones de tiro rápido y la de la bomba atómica. Es que, desde el punto de vista del progreso científico, y de los cambios que éste impone, unos pocos años de nuestro siglo equivalen a siglos de épocas anteriores. ¡Y aún hay quienes sostengan que nada nos urge a cambiar los conceptos que presiden á las relaciones entre hombres y pueblos!

Todo lo expuesto hasta aquí conduce a una sola e inevitable conclusión: el miedo que hizo a la tribu de ayer armarse contra la tribu que consideró su enemiga, hará también que la tribu de hoy proceda en idéntica forma. Pero con esta diferencia: la tribu de hoy se llama nación, y es la ciencia la que suministra las armas. Tarde o temprano, ese miedo irracional acallará cuanta voz quiera oponérsele; y la ciencia estará pronta a facilitar cuantos elementos de destrucción pida ese miedo.

En tiempos remotos, el miedo fue útil al hombre: le hizo apercibirse contra los peligros y guardarse de las asechanzas en que hubiera perecido. En los actuales tiempos, el miedo es nuestro enemigo; puede ser causante de nuestra completa ruina. Lo que necesita el hombre de nuestro tiempo, no es ir armado de desconfianza y de recelo; es armarse de aquella fe que hace ver en el hombre de cualquier otro pueblo de la tierra un semejante en quien existen la misma capacidad para el bien, los mismos anhelos, emociones y apetencias; en suma, el hombre con quien se halla unido por el vínculo de un común origen, y por el de la igualdad ante los ojos del Autor de todo lo creado. Lo que salvará al hombre de nuestro tiempo, no ha de ser el sospechar instintivamente de todo hombre extraño, el desconfiar de toda idea nueva. Nuestra salvación estriba en hacerle frente a lo desconocido; en marchar con ánimo resuelto hacia lo venidero.