Reglas del Amor Duradero

En este articulo una consejera matrimonial nos explica como hacer para que dure el amor en el matrimonio.

Cuando se lucha por el matrimonio, ganan los dos.

En los 25 años que llevo dando terapia conyugal he atendido a cientos de personas decepcionadas de sus relaciones. He visto la pasión transformarse en ponzoña. He compartido con mis pacientes su dolor por el amor que perdieron o que nunca encontraron.

“Parecía que nos amábamos mucho, pero ya no queda nada”, se lamentó una mujer. “¿Por qué me siento tan sola por la noche, aunque él esté junto a mí? ¿No puede ser el matrimonio algo más que esto?”

Sí puede serlo. Me consta que es posible amar profunda, tierna y perdurablemente. He visto esa clase de amor y yo mismo la he experimentado. He aquí las reglas que, según lo que he observado, rigen las relaciones duraderas:

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Dediquen tiempo al amor. Un matrimonio feliz comienza cuando dos seres consideran que lo más importante del mundo es el tiempo que pasan juntos. Si queremos amor, debemos reservar un tiempo para amar.

Por desgracia, la psicología actual se basa en el modelo del yo independiente. Para que el matrimonio dure, tenemos que superar el egocentrismo, pasar de “mi realización” a “nuestra realización”. Hay que dedicarle tiempo al amor.

Numerosas parejas han experimentado algún momento trágico que los llevó a valorar el tiempo compartido. Un hombre contaba que, en un accidente, se quedó atrapado dentro de su automóvil, mientras su esposa lloraba y golpeaba la ventanilla desde el exterior. “Creí que me iba a morir sin haber convivido con ella lo suficiente”, me confió. “Entonces me prometí dedicar tiempo a amar a mi esposa. Y a la fecha defendemos a capa y espada el espacio que hemos apartado para nosotros; esas horas son sagradas”.

En los momentos difíciles, sean como uno solo. Una noche, poco después de que un matrimonio salió de mi consultorio, oí un ruido que parecía un disparo. Miré por la ventana y vi a mis pacientes retroceder hacia su auto, mientras que a la luz de un farol de la calle se dibujaba la sombra de una figura corpulenta. Aferrándose el uno al otro, marido y mujer siguieron retrocediendo, pero la figura apretó el paso en dirección de ellos. Los cónyuges se tomaron de la mano y corrieron a su vehículo.

Marqué de inmediato el número telefónico de seguridad, y en eso pude advertir que la figura era uno de nuestros guardias. Después supe que el “disparo” había sido un ruido ajeno a mis clientes, pero ellos lo ignoraban. Al igual que los animales de una manada, habían reaccionado ante el peligro acercándose para formar una especie de “círculo marital defensivo”. Se habían vuelto uno ante la amenaza.

Hace años, cuando sostenía yo una batalla contra el cáncer, mi esposa y yo formamos un “círculo marital defensivo”. En el hospital, siempre que llegaba un médico con noticias sobre la evolución de mi estado, ella se acercaba a mí y nos abrazábamos para escuchar. Los reportes casi nunca fueron alentadores al principio, y un día un médico nos trajo noticias especialmente alarmantes. Mirando la tablilla sujetapapeles, murmuró:

—Tal parece que no se salvará usted de esta.

Sin darme tiempo a chistar, mi esposa se puso de pie, me dio mi bata, ajustó los tubos que tenía yo enchufados en el cuerpo, y dijo:

—Vámonos. Este hombre es un peligro para tu salud.

El médico intentó darnos alcance en el pasillo.

—No te detengas —dijo mi esposa, empujando el poste de donde colgaba la solución intravenosa—. Vamos a hablar con alguien que sí conozca de estas cosas. —Luego detuvo al médico alzando la mano—: No se acerque más.

Ambos marchamos como una sola persona. Corrimos a refugiarnos en la seguridad y la esperanza que nos brindó un médico que no confundió el diagnóstico con el veredicto. Nunca habría podido yo recorrer solo el camino hacia la recuperación.

Mírense con amor. La manera en que vemos a nuestro cónyuge depende más de cómo somos nosotros que de cómo es él o ella. Nuestro cónyuge no es nuestro público, sino un observador partícipe de nuestra vida.

—Antes de casarnos, mi esposo rebosaba de vitalidad y se interesaba mucho por mí —se quejó una mujer en cierta ocasión—. No se despegaba de mí. Pero desde hace tiempo se pasa las horas sentado frente al televisor, y prefiere ver los encuentros deportivos a verme a mí. Antes era todo virilidad, y ahora no es más que un bulto.

—¿Y tú —replicó el marido—. ¿Te has mirado últimamente en el espejo? Cuando nos casamos eras hermosa; hoy andas envuelta siempre en esa vieja bata. Si yo no soy hoy más que un bulto, tú, de muñeca, has pasado a ser una fregona.

Esta discusión hiriente e infantil es una prueba de que a veces los cónyuges, lejos de buscar el amor, buscan los defectos. Es una manera de mirar.

Esta regla del amor duradero nos enseña a mirar con amor, en vez de exigir que se nos ame.

Intenten ver las cosas desde otro punto de vista.

—Andas muy equivocado —le reclamaba a su esposo una mujer—. Mi madre se ha portado como una santa con nosotros, y tú hablas de ella como del demonio.

— ¡Calla, mujer! —replicaba el otro—. Cualquiera que tenga dos dedos de frente se dará cuenta de que tu madre es una pesadilla.

Este caso ilustra la manera en que algunas personas se pasan todo su tiempo tratando de modificar las opiniones de su cónyuge. Los individuos que construyen matrimonios sobre cimientos de amor duradero parten de la premisa de que hay muchas realidades. Entienden que su punto de vista no es el único.

Cuando la pareja de marras comprendió que no existe una sola realidad, sus problemas se resolvieron. “Efectivamente, mi madre nos da dolores de cabeza, pero también es tierna y amorosa”, admitió la mujer.

Como dijo un hombre refiriéndose a su esposa: “Ella se encarga de abrirme los ojos para que vea lo que ella ve. Y viceversa. Entre los dos nos formamos una opinión totalmente distinta de la que cada uno tenía por separado”.

El matrimonio duradero nunca está seguro de las distintas identidades que lo componen, pero confía plenamente en que la relación crecerá a lo largo de un proceso de aprendizaje sin fin.

Antepongan el bienestar del otro. El amor emana una especie de energía curativa. Quien sabe amar aprende a percibirla, enviarla y cultivarla. El amor nos infunde energía si destinamos nuestra energía a amar.

En cambio, de los conflictos que se suscitan cuando dos personalidades chocan surge una energía negativa. Cada vez que veo reñir a una pareja me dan ganas de gritarles: “¡Maduren, por favor! ¡Dejen de pelear y comiencen a amar!” Es mejor aprender a quererse que a pelear. No busque ser usted el vencedor; el que debe imponerse es el matrimonio.

La relación conyugal tiene como fin esencial dar y no tomar. Está concebida como la unión permanente de dos personas generosas. Como me manifestó un hombre: “Dicen por ahí que uno debe ver, ante todo, por sí mismo. Pero mi esposa y yo hemos aprendido a anteponer el bienestar del otro. Si uno lucha por sí mismo, sólo uno gana. Si lucha por el matrimonio, ganan los dos”.