¿Por qué el cierre de una Reunión de Negocios es importante?

adiós, arte, despedidaTodos queremos causar una buena primera impresión. Pero, ¿ha pensado usted en la importancia que tiene la última impresión? Un adiós bien dicho puede hacer que una amistad dure para siempre, que se cierre un trato de negocios o que se conciban expectativas para el futuro.

Despedirse en un tono positivo y optimista no es sólo cuestión de urbanidad; es la forma de hacer que la última impresión sea tan memorable como la primera. Decir adiós es un arte que puede aprenderse. He aquí los secretos de las despedidas fructíferas:

Deben ser congruentes con la personalidad de cada cual. Si usted es una persona fuerte y callada, no tiene que mostrarse efusiva y sentimental. Un firme apretón de manos, una mirada a los ojos o un sencillo «Te extrañaré» es suficiente. Lo esencial es que haga de ese momento una expresión de usted mismo y de sus verdaderos sentimientos.

Marcan cambios importantes. Un adiós indica un cambio, y el cambio rara vez es fácil; a veces nos rompe el corazón. Cuando cortamos lazos con la gente, los lugares y las cosas que amamos, también cortamos un hilo de nuestro propio ser.

Aún recuerdo el día en que mi esposa, Shirley, y yo despachamos a nuestra hija mayor, Laraine, a la universidad. ¿Cómo capturar en unas cuantas palabras todo lo que un hijo significa? Me hice esa pregunta mientras descargaba la camioneta afuera de su dormitorio. Luego llegó la hora de partir.

-Te llamaremos pronto, hijita

-le dije en tono despreocupado entre un beso y un abrazo.

Luego me dirigí al auto, Shirley le plantó un beso a Laraine y la abrazó con fuerza, y se quedó unos minutos más para hacerle recomendaciones de última hora. Mi esposa se pasó una eternidad tratando de cortar el cordón umbilical, pero sus tijeras parecían no tener filo. Las manos que habían cambiado los pañales de su hija, que le habían curado las rodillas raspadas y que habían planchado sus vestidos de fiesta no querían soltarla.

Al fin, Shirley entró en el auto y ocultó el rostro entre las manos. Arranqué, silbando estúpidamente como lo hago cuando no sé qué decir. Pero estaba secretamente orgulloso de mi fortaleza masculina. Me felicité por no haber dejado que las emociones me dominaran. Pasamos por lo menos tres semáforos antes de que los ojos se me nublaran.

Mi verdadero adiós a Laraine estaba oculto en su estuche de maquillaje. Era lo más parecido posible al mensaje que mi madre había deslizado en mi maleta cuando partí para la universidad. «Vas a lograr todo lo que te has propuesto, y más», había escrito ella. «Tengo plena confianza en tu capacidad para pensar y actuar con sabiduría. Usa tus dones para ayudar a otros. Trabaja duro, juega limpio y confía en Dios. Siempre estarás en mis oraciones, te amo».

En la despedida de mi madre no había autocompasión. Sabía que el verdadero amor muchas veces exige sacrificio, y que es mejor poner los ojos en el futuro y sus posibilidades que en nuestros propios sentimientos de pérdida.

También sabía que, a diferencia de lo que ocurre con una tarjera comercial, una nota sincera de su propio puño y letra podía comunicar sus sentimientos más profundos y hacer que las expresiones de su amor fueran más memorables.

No siempre intervienen las palabras. Un matrimonio que había sido miembro de mi iglesia durante más de 20 años se mudó el año pasado, y a mi esposa y a mí nos entristeció sobremanera verlos irse. Habíamos compartido con ellos días de campo y fiestas, nacimientos y muertes, bautizos y matrimonios, y no queríamos que se terminaran nuestros ratos de convivencia. ¿Cómo abarcar todos estos recuerdos compartidos y nuestro afecto en una despedida? En lugar de hablar, nos abrazamos… en silencio.

Cuando no sabe uno qué decir, un abrazo o un beso es más conmovedor que cualquier frase hecha. El tacto siempre ha sido el medio más mágico para sellar la unión entre las personas.

Pueden ser recuerdos. Una vez escuché un relato sobre una misionera que estaba a punto de dejar su puesto para regresar a Estados Unidos. Había sido especialmente eficaz trabajando con jóvenes. Un muchacho le expresó su aprecio regalándole una enorme concha de mar.

-Es hermosa -dijo la mujer, advirtiendo que el joven había recorrido una gran distancia para conseguirla-. Pero no debiste haber caminado tanto por mí.

-La caminara es parte del regalo

-contestó el muchacho.

El obsequio de despedida más significativo es el que está impregnado en cierta medida, de uno mismo. Nunca olvidaré la última vez que vi a mi abuelo Fred Bauer, cuyo nombre llevo. Fue durante la Segunda Guerra Mundial. Yo tenía diez años y vivíamos en el estado de Missouri, donde mi padre servía en el ejército. Mi abuelo, que acababa de enviudar y tenía mala salud, había venido a visitarnos. Llegó la hora de que se marchara y lo acompañé a la estación. Cuando llegó el tren, lo ayudé a subir y le di un abrazo.

-Aquí hay algo para que te acuerdes de mí -dijo mi abuelo.

Puso en mi mano su dólar de plata de la buena surte. Me había contado en cierta ocasión que, cuando llegó de Alemania, era rodo el dinero que tenía. Aunque supe lo que simbolizaba el regaló, no me di cuenta de su trascendencia; mi abuelo murió unos meses después. Aún conservo su regalo tan especial, como lo harían mis nietos»

Muchas veces van acompañadas de oraciones. A finales del siglo XVI, la palabra «adiós» empezó a usarse como una contracción de la frase de despedida «Vaya con Dios”.

Estoy convencido que hasta los padres menos creyentes rezan por la salud y el bienestar de sus hijos; es una medida esencial para la salud mental de todo progenitor. Cuando mi hijo, Christopher, partió en su motocicleta para recorrer todo el país en 1985, me resigné a que emprendiera el viaje y le di mi bendición, pese a mis temores. Luego deposité en él todos los ingredientes de una buena despedida. «Le escribí una nota cariñosa para que la abriera cuando ya estuviera en camino, le di un fuerte abrazo y le aseguré que lo tendría presente en mis oraciones.

No sé exactamente cómo funciona la oración, pero siempre la he concebido como un satélite de comunicaciones en órbita, que, a través del Todopoderoso, trasmite las bendiciones a los seres por los que se pide. No sé si mis oraciones llegaron a Chris, pero sí sé que en mí obraron maravillas. Y, al parecer, el ángel guardián que pedí lo acompañó en todo su recorrido, pues regresó ileso de la odisea.

Provienen del corazón. El último adiós, claro, es la muerte. A veces, el que parte no tiene oportunidad de despedirse. Pero en ocasiones, sí. Consideremos la carta que escribió a su esposa el oficial Sullivan Ballou, que peleó en la Guerra de Secesión de Estados Unidos, antes de ir al frente:

Sarah, mi amor por ti es inmortal; sin embargo, mi amor por la Patria me atrae irresistiblemente al campo de batalla.

Los recursos de los momentos felices que he pasado contigo se agolpan en mi mente y agradezco a Dios y a ti haberlos disfrutado por tanto tiempo. Si no regreso, no olvides lo mucho que te amé ni que, cuando exhale mi último suspiro en el campo de batalla, susurraré tu nombre.

Si los muertos regresan a esta Tierra y revolotean invisibles cerca de aquellos a quienes aman, siempre estaré contigo. Cuando la suave brisa acaricie tu mejilla, piensa que será mi aliento; cuando el aire fresco calme los latidos de tu sien, sabe que será mi espíritu que pasa por ahí. Sarah, no llores por mí. Piensa que me he ido y espérame, pues nos encontraremos de nuevo.

Siete días después, en una de las primeras batallas, Sullivan Ballou murió. Su amada Sarah nunca volvió  a casarse.

Pocos podemos escribir una epístola de despedida tan elocuente, pero realmente no es necesario. Todo lo que tenemos que hacer es hablar honestamente y sinceramente, con el corazón en la mano. Ese es el verdadero secreto de un buen adiós.