Qué Hacer Ante una Crisis – Negocios

crisis, negocio, que hacer, frustración, fracasoEn el libro «GANAR» (WINNING) de Jack Welch, nos enseña que tenemos que hacer cuando hay una crisis en el negocio.

A continuación se tratan los cinco supuestos que deben tenerse en cuenta ante una crisis.

Supuesto 1: El problema es peor de lo que parece.

No importa cuánto lo deseemos o que recemos, muy pocas crisis empiezan siendo pequeñas y se mantienen así. La vasta mayoría son mucho mayores de lo que uno pueda imaginar al recibir esa primera llamada telefónica… y también se prolongan más tiempo y toman un cariz mucho más preocupante. Más personas de las que creíamos están involucradas, más abogados de los que hemos visto en toda nuestra vida se entrometen en el asunto, y se dicen y publican cosas mucho más terribles de las que nunca habríamos soñado.

Por tanto, es preferible mentalizarse cuanto antes. Hay que entrar en cada crisis asumiendo que en alguna parte de la organización ha sucedido lo peor y, mucho más importante, que el problema nos atañe por completo. En otras palabras, hay que llegar al extremo de asumir que la empresa se ha equivocado y es tarea nuestra solucionarlo.

Mi tibia respuesta a la crisis de las tarjetas de registro sirve para ilustrar la importancia de una mentalidad inicial adecuada, que fue la que no tuve. Debido a mi falta de experiencia en la gestión de crisis, asumí que el problema no podía ser tan malo, puesto que nadie ganaba nada con asignar incorrectamente las horas de trabajo invertidas en cada proyecto. Quizás unos cuantos empleados habían sido descuidados con las tarjetas y después habrían intentado solucionarlo con un apaño, pensé; ¿y qué?

El «¿y qué?» residía en la coyuntura. Acababan de nombrar secretario de defensa a Caspar Weinberger, quien se había constituido como punta de lanza de la campaña del presidente Reagan contra «el fraude, el despilfarro y los abusos». Los periódicos rebosaban de historias sobre compañías que cobraban al gobierno 400 dólares por martillos y 1.000 dólares por las tapas de los retretes. Y nosotros éramos los siguientes.

Los hechos eran que el 99,5 % de las tarjetas de la fábrica de Pennsylvania se habían rellenado correctamente. No importaba; un 0,5 % de ellas eran incorrectas, y eso suponía una infracción. En lugar de afrontarlo, nos dejamos atrapar en nuestra propia lógica: la mayoría de las tarjetas eran correctas y los errores eran accidentales… en conjunto, habíamos cobrado de menos al gobierno… aquello no era más que una caza de brujas política.

Con una mentalidad más experimentada, habría dicho: «Nos equivocamos. Veamos cómo puede corregirse la situación y resolvamos el problema.»

Con ello, no defiendo que la mentalidad correcta sea plegarse a las circunstancias. En ocasiones, nuestra conducta es intachable y, aun así, tenemos que luchar. En 1992, un antiguo empleado acusó a nuestro negocio de diamantes de haber pactado precios en connivencia con De Beers para el mercado industrial de diamantes.

Conociendo a los implicados, estaba convencido de que la acusación provenía de un empleado despechado al que no se había despedido con la suficiente sensibilidad. No obstante, profundizamos en la investigación como si fuésemos culpables, buscando cualquier evidencia, por mínima que fuera, que pudiese utilizarse en nuestra contra. No hallamos nada. Esto nos permitió enfrentarnos con el gobierno y vencer por todo lo alto cuando un juez federal rechazó la acusación gubernamental en 1994.

La misma mentalidad de apropiarse del problema nos salvó de otra crisis. A finales de la década de los ochenta, los responsables de nuestra división de electrodomésticos en Louisville, Kentucky, empezaron a oír quejas de que un número excesivo de compresores de refrigeración exigía reparaciones tan sólo unos años después de haber salido de fábrica. El volumen más elevado de averías provenía de los estados más cálidos. Al cabo de unos meses, el problema se extendió a los del norte y hube de tomar medidas.

Reunimos de inmediato a un equipo de expertos de varios sectores de la compañía: metalúrgicos y estadísticos de I+D, ingenieros de la división de reactores con experiencia en elementos rodantes y personal de marketing que había estudiado la retirada nacional de otros productos y su influencia en el consumidor.

El equipo se reunió semanalmente a lo largo de un mes y se comunicó por teléfono a diario para revisar nuevos datos y considerar opciones. Al cabo de tres meses, se hizo evidente que la única vía de acción era la retirada nacional del producto. Tuvimos que asumir pérdidas que ascendieron a 500 millones de dólares, y el Wall Street Journal dedicó algunos comentarios desagradables a nuestra capacidad técnica. No obstante, asumir el problema desde el principio y hacerse cargo de su solución tuvo como resultado grandes muestras de buena voluntad por parte de los consumidores.

La cuestión es no llevarse las manos a la cabeza cuando se vislumbra una crisis. Es preferible imaginar desde el principio la peor situación posible y empezar a trabajar.

Es esencial asumir que se está frente a un problema grave y que somos responsables de solucionarlo.

Supuesto 2: En el mundo no hay secretos y, tarde o temprano, todos se enterarán de lo sucedido.

En el capítulo sobre gestión del personal, al discutir los efectos perniciosos de la burocracia, se mencionó un juego de niños: la primera persona de un corro susurra un secreto a una segunda que, a su vez, lo transmite a una tercera y así sucesivamente, hasta que la última persona que recibe el mensaje anuncia en voz alta su contenido. Como cabría suponer, la versión final no guarda parecido alguno con la original.

Este juego también se practica durante las crisis.

La información que se intenta silenciar acaba siempre por filtrarse y, a medida que se propaga, se transforma, se complica y se torna menos clara.

El único modo de evitarlo es exponer el problema personalmente. Es caso contrario, otro lo hará en nuestro lugar y siempre será para peor.

A buen seguro ahora esté pensando: «El departamento legal no lo permitirá.» Es cierto. Durante una crisis, los abogados siempre aconsejan hablar lo menos posible y no involucrar a este o aquel empleado porque su participación todavía no puede demostrarse.

No es un mal consejo, pero tampoco debe tomarse al pie de la letra. Hay que presionar a los abogados para que nos dejen decir tanto como sea posible.

Simplemente hay que asegurarse de que lo que se dice es sólo la verdad, sin matices.

Los casos de divulgación absoluta abundan en el mundo empresarial, pero quizá Johnson & Johnson haya creado escuela con su actitud ante la crisis de Tylenol en los años ochenta. La compañía convocó reuniones de prensa diarias y, en ocasiones, varias al día, para describir la situación y su magnitud. Abrió sus fábricas de embalaje a examen, y mantuvo al público al corriente de la investigación y de sus esfuerzos para retirar el producto del mercado.

No obstante, tal vez uno de los mejores ejemplos de divulgación absoluta provenga del sector de la prensa. En 1980, el Washington Post describió en una detallada serie de artículos cómo una de sus periodistas, Janet Cooke, consiguió engañar a sus editores, al público y al jurado del Premio Pulitzer con la pavorosa historia de una heroinómana de ocho años.

Otro ejemplo es el New York Times y su reportaje sobre Jayson Blair, el periodista de su plantilla que inventó numerosos artículos. El periódico dio el caso a sus mejores periodistas de investigación y en sus artículos no se dejaron nada en el tintero. Las propias prácticas del periódico y sus líderes se cuestionaron de forma tan intensa y personal que, en ocasiones, los reportajes parecían un vídeo familiar sin editar.

No obstante, en última instancia fue la transparencia del Times durante la crisis lo que salvó su credibilidad. Cuanto más contaba de las falsedades de Jayson Blair, más creían los lectores en el periódico; cuanto más revelaba de la dinámica interna que permitió el filtrado de las mentiras, más sabía la gente que el periódico estaba haciendo todo lo posible para encontrar una solución a los problemas que habían posibilitado la infracción.

Lo mismo puede aplicarse a cualquier crisis. Cuanto más abiertamente se hable del problema, sus causas y sus soluciones, más confianza se obtendrá de todos, tanto dentro como fuera de la organización.

Y, durante una crisis, lo que más se necesita es esa confianza.

Supuesto 3: La gestión de la crisis, tanto nuestra como de la organización, se describirá de la peor forma posible.

A algunos negocios, se los valora por su participación en el mercado; a otros, por el aumento de sus ingresos, el número de nuevas franquicias abiertas al año o los niveles de satisfacción del cliente.

Al negocio periodístico se lo valora por derribar imperios y hacer pública la desnudez de sus emperadores. La vocación de la profesión es cuestionar la autoridad en todas sus formas.

Lo afirmo por experiencia propia. Durante mi divorcio (de enorme repercusión mediática) en el año 2002, surgió una controversia por las condiciones de jubilación establecidas en mi contrato que hizo las delicias de los medios de comunicación. Sin embargo, no era la primera vez que me topaba con la prensa. Poco después de que me nombraran director general, durante un período de despidos a gran escala, me concedieron el apelativo de Jack Neutrón, por la bomba que deja en pie los edificios y sólo mata a las personas. Un año después me nombraron uno de los jefes más duros de Estados Unidos, un título de implicaciones no demasiado positivas. En 1994, durante la crisis de Kidder Peabody, aparecí en la portada de Fortune con el titular «La pesadilla de Jack en Wall Street». El artículo incluía una tesis acerca del fracaso cultural de Kidder Peabody causado por las presiones ejercidas desde General Electric para obtener beneficios.

Los linchamientos públicos son horribles; uno se siente indignado y furioso. Sin embargo, no importa que nos consideremos inocentes o que creamos que nuestra empresa gestiona de maravilla sus problemas. Los periodistas cuentan su versión; su negocio es contar las historias tal como las ven.

Así funciona el negocio y, durante las épocas de normalidad, acostumbramos a leer con agrado el material que nos proporciona la prensa. En mi caso, a lo largo de mi carrera, creo haber obtenido más buena prensa de la que merecía.

No obstante, durante una crisis todas las apuestas están cerradas. El director y su organización saldrán tan mal parados que no van a reconocerse.

No hay que esconderse. Quizá deseemos hacerlo, pero no es posible. Además de revelar la magnitud del problema, como se ha mencionado en el apartado anterior, debemos seguir en pie y definir nuestra posición antes de que otro lo haga por nosotros. En caso contrario, nuestra ausencia se interpretará como una admisión de culpa, de igual forma que alguien que no testifica en su propia defensa es considerado culpable por la gente de la calle (¡aunque no por los abogados!).

Ahora bien, no todas las crisis de una organización tienen un lado público. Un ejecutivo medio se marcha y se lleva a su equipo con él; la reorganización de un negocio o de una unidad causa malestar y complicaciones; un cliente importante se queja del servicio; un empleado despedido acusa a la dirección de discriminación.

Aunque los medios de comunicación no se interesen por estos acontecimientos, nuestro personal sí lo hará.

Deben aplicarse los mismos principios: discutir la situación abiertamente, definir nuestra posición, explicar los motivos del problema y cómo se va a solucionar.

Y, como en las grandes crisis, nunca debe olvidarse que hay un negocio que dirigir.

Supuesto 4: Se producirán cambios en los procesos y en las personas.

Casi ninguna crisis se salda sin derramamiento de sangre. La mayor parte de las crisis terminan oficialmente con un acuerdo financiero, legal o de otro tipo.

Entonces llega la hora de limpiar y poner orden, lo que trae consigo cambios.

Por lo general, primero deben revisarse los procesos.

A raíz de la crisis de las tarjetas de registro, instituimos la Política 20.11, que formalizaba todos los tratos con el gobierno. La política contemplaba hasta los detalles más nimios; no soy muy proclive a la burocracia, pero la situación de las tarjetas exigía un proceso regulador de tales características.

Sin embargo, en ocasiones las regulaciones no bastan. Habíamos tenido una política sobre pagos incorrectos en nuestros libros durante más de treinta años (la Política 20.4, para ser exactos) que supuestamente impedía los sobornos. Pero de nada sirvió en 1990, cuando un director de ventas regional de Motores de Aviación conspiró con un general de las fuerzas aéreas israelíes para desviar dinero de grandes contratos establecidos con General Electric para suministrar reactores a los caza F-16 de Israel.

No era una operación insignificante. Esos dos hombres habían abierto una cuenta conjunta en un banco suizo y habían establecido un contratista tapadera en Nueva Jersey para borrar sus huellas. La repercusión mediática internacional se prolongó diecinueve meses; hubo audiencias en el Congreso y un juicio criminal contra el empleado de General Electric, Herbert Steindler, quien acabó en la cárcel. General Electric tuvo que pagar al gobierno una multa de 69 millones de dólares.

En este caso, el problema no fue el proceso, sino las personas que no cumplieron la política existente. Nadie en el negocio conocía lo que tramaba Steindler y nadie obtuvo beneficio de ello, pero algunos hicieron caso omiso de las señales de alarma que indicaban que algo iba mal. Once personas tuvieron que dimitir, seis fueron degradadas y cuatro reprendidas. Las crisis requieren cambios. En ocasiones, es suficiente con un proceso regulador; pero no es lo habitual. Las personas afectadas por la crisis, o simplemente los espectadores de ésta, exigen que alguien se haga responsable.

Aunque suene terrible, una crisis casi nunca termina sin derramamiento de sangre. No es fácil ni agradable pero, por desgracia, en ocasiones es necesario para que la empresa pueda seguir su marcha.

Supuesto 5: La organización sobrevivirá y será más fuerte a consecuencia de lo sucedido.

No existe una crisis de la que no pueda aprenderse, aunque se odie cada una de ellas.

De la época de las tarjetas de registro aprendimos que cuando se trata con el gobierno no pueden dejarse cabos sueltos en las regulaciones, aunque eso implique una cantidad desmesurada de procedimientos burocráticos. Es el precio que hay que pagar por hacer negocios con organismos públicos.

De la situación de los compresores aprendimos a pasar cuanto antes por el mal trago de la retirada de un producto. Así se recortan las pérdidas y se gana en confianza del consumidor.

De Kidder Peabody aprendimos a no comprar una firma con una cultura que no encajase con la nuestra.

Del caso del soborno aprendimos que las políticas envejecen e incluso mueren a menos que los responsables trabajen constantemente para mantenerlas con vida.

Cuando una crisis termina, la tendencia habitual es guardarla en el cajón. No lo recomiendo. Hay que saber utilizar las crisis y aprender sus lecciones siempre que se presente la oportunidad.

Al hacerlo, se contribuye a extender la inmunidad.

En conclusión

Las crisis siempre existirán.

Cuando se declaran, es terrible. Uno se siente en un edificio en llamas del que es imposible escapar.

Aunque parezca muy difícil, debe recordarse que finalmente las llamas se apagarán. Todo depende de nuestra actuación. Hay que enfrentarse a la complejidad del problema y responsabilizarse de la solución, dirigiendo al mismo tiempo el negocio como si existiese un mañana por delante.

Entonces, un día, ese mañana llega. El humo se ha disipado y las partes dañadas de la estructura se han reparado o reemplazado.

Nunca nos alegraremos de lo sucedido pero, al volver la vista atrás, veremos algo sorprendente: el edificio tiene mejor aspecto que antes.