3 Errores que no debes cometer al Despedir a un Empleado

despido, laboral, empresa, erroresEn este artículo Jack Welch nos cuenta sus experiencias a través del libro «GANAR» (WINNING), que te ayudaran para no cometerlos en tu trabajo.

A veces, hay personas que cumplen tan mal su trabajo que merecen el despido sin más.

En una ocasión, tuve que despedir a un directivo de Plásticos porque, a pesar de un currículum plagado de títulos prestigiosos y de ser un conversador encantador, era totalmente ineficaz en cualquier tarea que se le encomendase. Tengo una amiga a la que despidieron tras su primera semana de empleada en unos almacenes de ropa, porque olvidó pedir a la mitad de los clientes que firmasen los comprobantes de la tarjeta de crédito. Dice que, de no haberla echado su jefa, se habría despedido ella misma.

No obstante, por lo general los despidos por escaso rendimiento no son tan extremos. Existen muchos matices respecto a quién hizo qué y qué fue mal para llegar a dicho final.

De ahí que los directores suelan cometer tres equivocaciones básicas que les llevan a despedir de forma incorrecta: moverse demasiado deprisa, no ser lo bastante sinceros y tomarse demasiado tiempo.

Como ejemplo de la primera dinámica, comentaré el caso de una amiga que estaba al frente de una unidad de sesenta personas en una empresa de trescientos empleados. La compañía crecía y las cosas, por lo general, iban bien. Se trataba de una empresa privada y los empleados se consideraban como una familia, por lo que se toleraban rendimientos mediocres en aras de la armonía colectiva. Era habitual que los empleados compartieran coche en sus desplazamientos al trabajo y se vieran los fines de semana. Como sucede con muchas compañías pequeñas, las revisiones de rendimiento eran actos informales con muchas bromas de por medio.

Cuando mi amiga fue ascendida para encabezar la unidad, pronto advirtió que uno de sus principales delegados, la persona encargada de la distribución (a quien llamaré Richard) no estaba a la altura de las exigencias de una empresa en auge. Para empeorar el asunto, Richard pertenecía plenamente a la categoría de empleado conflictivo. Siempre aprovechaba la menor oportunidad para desafiar la autoridad de su nueva jefa o del superior de ésta y, por lo general, sus comentarios negativos tomaban la forma de bromas sarcásticas entre colegas en los pasillos de la empresa.

El rendimiento de Richard no era del todo bajo, pero dejaba mucho que desear. Incumplía los plazos regularmente y parecía incapaz de manejar una logística cada vez más compleja. Mi amiga habló con Richard de estas limitaciones en varias ocasiones, sin resultado alguno. Al final, tras un período especialmente difícil de comentarios acres en los pasillos por parte de Richard, un cliente importante llamó para quejarse de que su envío ya llevaba una semana de retraso. Entonces mi amiga se decidió: Richard tenía que irse.

La reunión oficial en que se le comunicó el despido no podía haber ido peor. Decir que Richard estaba sorprendido es un eufemis­mo. Fuera de sí y hecho una furia, gritó: «¡Estás loca, en esta compañía no despedimos a la gente! Pagarás por esto.» Acto seguido salió de la sala echando pestes y corrió a su despacho, donde convocó una reunión improvisada con su equipo, compuesto de ocho personas. Aunque al cabo de unas horas ya había despegado su mesa y se había ido, antes tuvo tiempo de iniciar un movimiento contrario a la dirección. Algunos empleados de la unidad (sobre todo el círculo de amigos de Richard) consideraban que lo habían despedido sin las suficientes advertencias previas, y se quejaban de haber perdido la confianza en su jefe y en la organización. En las tensas semanas que siguieron, la productividad descendió de forma alarmante, ya que el personal pasaba gran parte del tiempo reuniéndose tras puertas cerradas para hablar del despido de Richard, de cómo se llevó a cabo y de quién sería el siguiente.

Mi amiga tardó tres meses en restablecer el equilibrio y lograr que la unidad recuperase el ritmo.

El segundo error a la hora de despedir es una variante del caso de Richard, e implica falta de sinceridad y una mala interpretación de lo que es la justicia.

Digamos que tenemos una empleada llamada Gail. No logra cumplir sus cuotas de ventas y sus compañeros de trabajo no pueden contar con ella, sea por un motivo u otro. Gail daña el rendimiento y la moral de su unidad; pero es simpática con todos, intenta hacer lo que puede y lleva años en la compañía. Cada vez que nos disponemos a hablarle de sus malos resultados, ella se muestra tan animada y ajena a la crítica que la conversación se des­vía y acabamos ocultando nuestros sentimientos negativos tras una sonrisa forzada; no le enviamos el mensaje de que debe trabajar mejor.

Entonces la situación alcanza el nivel de crisis. Gail comete un error grave y, en un arranque de furia, la despedimos. Conmocionada,  Gail empieza a recordarnos todo el feedback positivo que ha recibido de nosotros a lo largo de los años. Le respondemos con una indemnización más que respetable, pero ella la considera insultante y se enfada. Nos enfadamos aún más, porque no logramos entender el enfado de ella; debería estar agradecida por haberla aguantado durante tanto tiempo. Gail pasa de la conmoción a la ira y de la ira a la amargura mientras sale de nuestro despacho.

Puede que no sea la última ocasión que sepamos de ella. Cada vez que perdamos un contrato prometedor o a un cliente potencial, quizá se deba a que hablaron con Gail, que ha pasado a ser una especie de «embajadora» de nuestra empresa.

Todo empleado que se va continúa representando a su empresa. Durante los cinco, diez o quince años siguientes puede criticarla o alabarla. En los casos más extremos, la persona hace público su enfado;  unos pocos se convierten en los denominados whistleblowers, que denuncian las disfunciones de una empresa o sistema. Sin embargo,  han sido muchas las empresas de las que se han dado informaciones erróneas, provenientes de personas que sólo buscaban venganza tras haber sido despedidas por un director que debería, y habría podido, hacerlo mejor.

El tercer error se produce cuando un despido se ejecuta con tal lentitud que acaba por producirse un efecto de «muerte en vida». Todos saben que se va a despedir a alguien y también lo sabe el alu­dido, pero el jefe tarda mucho en apretar el gatillo. El resultado es una enorme sensación de incomodidad en el despacho, que puede conducir a cierta forma de parálisis.

He visto este efecto de muerte en vida en más ocasiones de las que puedo recordar. Me viene a la memoria, por ejemplo, una reunión de personal en la sede corporativa, cuando yo era vicepresiden­te de división. Había unas diez personas reunidas, incluido uno de mis compañeros —al que llamaré Steve—, cuyos resultados eran, desde hacía tiempo, muy flojos. Antes de que la reunión empezara, todos teníamos la sensación de que Steve estaba acabado; pero cuan­do se inició la reunión, la incomodidad rae de mal en peor. El jefe de grupo se cebó con los resultados trimestrales de  Steve y no le dio opción a réplica; Steve no podía hacer nada bien. En la pausa de la reunión, todos intentamos evitarle en la medida de lo posible y no nos atrevíamos a mirarle a los ojos.

Por desgracia, transcurrió todo un año antes de que Steve se fuese. En cada reunión de personal, observamos angustiados cómo Steve iba perdiendo poco a poco la confianza en sí mismo. Sabíamos que sus subordinados de­bían estar paralizados, pues sin duda presenciaban lo mismo y sólo les que­daba esperar al nuevo sustituto.

La cuestión, obviamente, es por qué los jefes permiten que esta situa­ción se produzca. Una razón es que el despido es tan difícil que a nadie le gusta efectuarlo, por lo que tiende a retrasarse. No obstante, en esta situa­ción de «muerte en vida», a menudo sucede algo más sutil: los jefes dejan agonizar al empleado porque quieren que los compañeros de la víctima vean (y figurativamente hablando, sentencien) la necesi­dad del despido. Es una postura cruel, pero la mayoría de los jefes prefieren ser conocidos por su escrupulosidad que por tomar deci­siones precipitadas.

Se han mostrado tres ejemplos de despidos ejecutados de forma incorrecta. 

La triste realidad es que los despidos son una parte del negocio. Sin embargo, esto no significa que tengan que acabar mal, como sucede a menudo. Si se manejan de forma adecuada, nunca serán maravillosos, desde luego, pero pueden ser tolerables para todas las partes implicadas.

Te invito a leer >> La Forma Correcta de Hacer un Despido