Descubra el Camino del Éxito

camino al exito, éxitoVaya de la mano de los grandes triunfadores y…

Jerry Richardson se paseaba de un lado a otro en la cocina de su casa, a las tres de la mañana, preguntándose: ¿Y ahora qué hago? Corría el año de 1961. Para muchos, el receptor abierto del equipo de futbol americano de los Porros de Baltimore tenía, a sus 21 años, el más envidiable de los empleos. Pero Richardson a duras penas podía sostener a su esposa, que estaba embarazada, y a sus dos hijos, con los 9750 dólares que ganaba al año. Había pedido un aumento de 250 dólares anuales, y se lo habían negado.

Sabía que otros jugadores le aconsejarían quedarse en el equipo, pues ese era el camino seguro. Sin embargo, en la cancha estaba acostumbrado a correr riesgos. En su primer año con los Porros superó a otros 16 jugadores que aspiraban a la posición de receptor abierto, y después, durante tres años seguidos, sobrevivió a recortes de carácter selectivo en la Liga de Futbol (NFL). Era hora de aplicar la misma estrategia fuera del ámbito deportivo.

Richardson llevó a su familia a vivir a Spartanburg, Carolina del Sur, de donde él era oriundo. Lo único de lo que estaba seguro era que quería tener su propio negocio.

Cuando un antiguo compañero de la universidad le propuso que se asociaran para comprar un restaurante de hamburguesas (la primera franquicia de la empresa Hardee’s), decidió correr el riesgo.

Trabajaba 12 horas diarias preparando hamburguesas y atendiendo a clientes impacientes. Antes de abrir, estregaba estufas y limpiaba pisos. A cambio de tanto trabajo, se llevaba a su casa sólo 417 dólares al mes.

Se sentía cansado y frustrado, pero no se dio por vencido. Con la misma disciplina que había adquirido en la cancha de futbol, se concentró en los objetivos de hacer eficiente su restaurante, tener empleados amistosos y ofrecer precios accesibles.

EI negocio prosperó. Richardson y su socio adquirieron más franquicias, y él siguió trabajando con ahínco. Hoy está al frente de TW Services Inc., una de las más grandes compañías de servicio de alimentos en Estados Unidos, con ventas anuales de 3700 millones de dólares. El hombre que dejó la NFL porque le negaron un aumento de salario de 250 dólares al año encabeza hoy, un grupo de  inversionistas que tiene muchas probabilidades de convertirse en dueño de un nuevo equipo de la NFL, que empezará a jugar en 1995. “Jamás habría llegado a donde estoy si no hubiera trabajado muy duro y no hubiera corrido riesgos”, señala Richardson.

Al igual que Jerry Richardson, la mayoría de los triunfadores saben que el éxito no depende tanto del talento como del esfuerzo y la perseverancia, aun ante el fracaso. Vale la pena que tenga usted en mente los siguientes ejemplos cuando algún revés amenace sus sueños.

Fíjese en lo que tiene a favor, y no en lo que tiene en contra. El comandante Frederick Franks contemplaba el  árbol de Navidad en su monótono cuarto de hospital. Era la época del año en la que todo es alegría, pero él estaba muy triste. Siete meses antes, en mayo de 1970, mientras combatía en Camboya, una granada le había destrozado la pantorrilla izquierda. Los médicos habían decidido amputarle la pierna.

Franks se había graduado en la academia militar de West Point, de cuyo equipo de beisbol fue capitán. Había planeado hacer una carrera militar, pero en ese momento parecía que no le quedaba otra opción que jubilarse. Aunque sentía que tenía mucho que ofrecer al ejército –experiencia en combate, conocimientos técnicos y habilidad para resolver problemas–, sabía que los soldados con lesiones severas rara vez regresan al servicio activo. Tienen que aprobar un examen anual de condición física que comprende, entre otras cosas, una carrera o una caminata de más de tres kilómetros. Franks no estaba seguro de poder lograrlo con una prótesis.

Después de la operación, lo que más lo entristecía era no poder demostrar su gran destreza en el diamante de beisbol. En los partidos semanales, él bateaba y otra persona corría hacia las bases por él.

Un día, mientras esperaba su turno para batear, vio cómo se «barría» un compañero hasta la tercera base. Entonces se preguntó: ¿Qué es lo peor que podría sucederme si tratara de hacer lo mismo?

Bateó y envió la pelota al jardín central. Entonces le hizo señas a su corredor de que se alejara, e inició una dolorosa carrera, a pesar de la pierna rígida. Entre la primera base y la segunda, vio al jardinero lanzar la pelota hacia el jugador de segunda base. Cerró los ojos, hizo un enorme esfuerzo de voluntad y se impulsó hacia adelante, lanzándose de cabeza a la segunda base. Cuando oyó al árbitro gritar: “¡Safe!”, Franks sonrió con aire de triunfo.

En la actualidad es general de cuatro estrellas, y pedalea una bicicleta estacionaria para mantenerse en forma. «Perder una pierna me ha enseñado que una limitación es tan grande o tan pequeña como uno quiera”, comenta. «El secreto está en concentrarse en lo que uno tiene. Y no en lo que le falta».

Juegue con las cartas que le toquen. La vida es injusta, pensaba Ira Pollard mientras caminaba por el pasillo y oía el rebote de las pelotas de baloncesto sobre el pulido piso del gimnasio de la escuela, en los suburbios de Tuscaloosa, Alabama.

EI día anterior había estado allí dentro, felicitando al equipo al que entrenaba por haber ganado el campeonato estatal de su división. Pero esa mañana el director lo había despedido, a causa de su reciente divorcio. En aquella pequeña escuela cristiana estaba prohibido que personas divorciadas formaran parte del personal docente.

Durante el verano de 1988, el entrenador se hundió en una depresión. Se miraba al espejo y veía la misma frustración de los muchachos a quienes debía negar el ingreso al equipo de baloncesto. Entonces se le ocurrió una idea: ¿Por qué no formo mi propio equipo con chicos rechazados?

Comenzó a entrevistarse con dirigentes de asociaciones deportivas municipales y estatales, para que lo admitieran en alguna liga. Por fin convenció a una liga cristiana estatal de que lo acogiera. Una iglesia ofreció su gimnasio para las prácticas, y varios hombres de negocios hicieron donativos.

Pollard distribuyó volantes en las escuelas de enseñanza media superior, invitando a los jóvenes a hacer un segundo intento en el baloncesto. Se presentaron 25 para las prácticas. Los habían eliminado de otros equipos por ser demasiado bajos, de estatura, o demasiado lentos, o demasiado indisciplinados. Convencido de que sus jugadores se remontarían a lás alturas. Pollard los llamó las Águilas de Tuscaloosa.

Empezó a entrenarlos diariamente y les contagio su entusiasmo. A la vuelta de unos cuantos meses, las Águilas habían triunfado. Tres de los chicos consiguieron becas universitarias por su gran aptitud para el baloncesto.

Hoy, Pollard se ha vuelto a casar y es el orgulloso propietario de una joyería. Su tiempo libre lo dedica a formar equipos nuevos. «Aquel despido fue lo mejor que pudo ocurrirme”, asegura. «Nunca habría tenido lo que tengo de no haber sufrido esos descalabros».

Encuentre la puerta idónea. Joseph Gerber «olía» las oportunidades. Su empresa había vendido computadoras a algunas fábricas de ropa, y él se dio cuenta de que gran parte del trabajo en esas empresas se hacía a mano.

Entonces se le ocurrió: automatizar el proceso. Así, en 1968 inventó la cortadora Gerber, un aparato que corta moldes para confección en la octava parte del tiempo y con menos desperdicio de tela que cuando se corta a mano. Se pasó meses visitando a fabricantes de ropa para tratar de convencerlos de las ventajas de su invento, pero todos le daban con la puerta en las narices. ¿Quién iba a pagar 500,000 dólares por una máquina que hacía lo mismo que un obrero que percibía cinco dólares por hora?

Gerber decidió cambiar de estrategia. Al repasar mentalmente la lista de sus clientes, se  detuvo en seco cuando llegó a los fabricantes de autos. Reparó en que utilizaban métodos anticuados para cortar el vinilo con el que tapizaban los asientos de los vehículos.

A continuación, convenció a la General Motors de que comprara una cortadora. En un lapso de seis meses, la GM recuperó su inversión y ordenó otra máquina. Andando el tiempo, los fabricantes de ropa, animados por el ejemplo de la GM, también invirtieron en cortadoras.

Hasta el día de hoy se han vendido 1600 cortadoras Gerber en más de 60 países. «La lluvia abre un agujero en la roca por su constancia, no por su fuerza», observa el inventor. «Lo que yo hice fue llamar a muchas puertas hasta que se abrió la idónea».

Planee ser «uno en un millón». En 1985, el finado Alan Kulwicki abandonó las pistas de carreras de Wisconsin. Deseaba ganar el Campeonato de la Copa Winston: el título más prestigioso en las carreras de autos comerciales con chasis modificado. Sin embargo, tenía todo en contra. En sus niveles más altos, este tipo de carreras se caracteriza por su enorme competitividad, su carácter elitista y su alto costo. Originario del norte de Estados Unidos, sin relaciones ni apoyo financiero, Kulwicki era un perfecto desconocido para el cerrado grupo de corredores que compiten en ese circuito. Para colmo de males, su camionera se había incendiado.

En su primera carrera por la copa, Kulwicki demostró la determinación que habría de caracterizarlo a lo largo de su trayectoria como piloto. En las pruebas de clasificación, entró mal en una curva y golpeó la parte trasera de su vehículo contra la barrera protectora. El auto quedó tan averiado que no había esperanza de que compitiera.

–Quizá no ganemos – comentó Kulwicki –; pero, si no lo intentamos, de seguro perderemos.

EI y su equipo de mecánicos pusieron manos a la obra para reparar el vehículo. Al día siguiente, Kulwicki  logró a la meta en decimonoveno lugar; un resultado muy respetable para un novato con un auto chocado.

En 1986 decidió formar su propio equipo. E1 costo de los autos de carreras, de los técnicos y de los viajes asciende a veces a 2 millones de dólares al año. Kulwicki no tenía dinero ni contaba con una empresa que quisiera patrocinarlo, pero no se desanimó y contrató a un pequeño grupo de mecánicos a quienes no asustaba el trabajo duro. Nadie más que él creía que su pequeño y mal financiado equipo pudiera ganarles a sus opulentos rivales.

El 15 de noviembre de 1992, cuatro meses y medio antes de morir en un accidente de aviación, Alan Kulwicki se convirtió en el campeón de la Copa Winston y ganó un premio de 1 millón de dólares. «Si me hubiera imaginado todo el trabajo que esto entrañaba, habría pensado que era una tarea imposible», comentó después de su triunfo. «Para lograr lo que se quiere, hay que concentrarse en una sola cosa y no perder de vista el objetivo».

Los triunfadores saben que la suerte del principiante no es un factor que determine el éxito, pero la persistencia sí. El secreto está en recordar que cada obstáculo superado es uno menos en el camino hacia aquello que anhelamos.